viernes, 8 de junio de 2012


Resulta tan difícil explicarlo…; cuando le has echado un vistazo a la muerte, inevitablemente, una parte de ti se queda allí, esperando la llegada del resto.
        De vez en cuando sucede, sin más, no puedes evitarlo. Un rayo de sol incidiendo de determinada forma sobre la fachada acristalada de un edificio, el arrítmico paso de un niño corriendo detrás de un balón, el sonido de una guitarra que se escapa de un almacén en el sótano o la simple caída a cámara lenta de la primera hoja del nuevo otoño; te sumes en un trance y vuelves a estar ahí, al otro lado. Entonces respiras paz. No importa lo mucho que normalmente pueda aterrarte la idea de desaparecer de este mundo que tan bien crees conocer, al otro lado sólo hay paz; sientes que vuelves al hogar, a un lugar en el que no hace falta que hagas nada, que digas nada ni pienses nada en concreto para ser quien eres. No existe la necesidad de ser definido, puedes ser sin más. Diez horas en absoluto silencio, sintiendo, simplemente sintiendo todo lo que te rodea, incluso aquello que te acaricia sin que puedas verlo, olerlo o percibirlo a través del tacto. Diez horas o quince segundos que pueden parecer varios años…
        Después todo vuelve a ser igual, ¡welcome back home! Y los soldados son recibidos en unas casas extrañas que han de reconocer por imperativo moral, legal o vaya usted a saber, como propias; ahí comienza la angustia, el ‘sentimiento trágico de la vida’, que diría Unamuno.

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