Foto: Lea Martín
sábado, 31 de enero de 2015
martes, 27 de enero de 2015
GAFAS DE CRISTALES ROSA
Oasis llevaba meses sacando videos de su '(What's the story) morning glory?' en los que Noel llevaba unas muy parecidas, así que nadie se sorprendió en el colegio cuando yo estrené aquella primavera del 96 con un par de gafas de redondos cristales rosa. "Te quedan muy bien", me decía Sarri, la amiga que me había pasado una cinta del segundo largo de los de Manchester que "seguro que te va a gustar, están en el punto perfecto entre el pop y el rock; vamos, que tanto para ti como para mí". Sarri sabía mucho de música, tocaba el teclado en un grupo de pop sesentero y disparaba unas doscientas palabras por minuto; también entendía de moda retro, por eso le gustaban mis gafas a lo Elton John.
El caso es que aquellas gafas, que me había regalado una señora muy mayor amiga de mi abuela, me encantaban. Yo solía vestir siempre de negro o con una cazadora vaquera y un par de jeans oscuros, así que aquellas gafas suponían un punto de rotura con mi yo habitual, con el adolescente serio y distante que solía ser; se podría decir que aquellas gafas de lentes redondas de color rosa me convertían en otro tipo, uno capaz de escapar de la monotonía de mi vida a los quince, uno listo para la acción, dispuesto a sorprender a quien quisiera acercarse y esperar un rato, un loco a punto de encender un millón de bombillas sobre su cabeza..., en fin, alguien totalmente distinto de aquel que era y alguien muy parecido al tipo que he llegado a ser.
Me encantaban aquellas gafas.
sábado, 24 de enero de 2015
FRÍO
Melancolía. Frío fuera, y dentro también;
aún más frío, o no, tal vez simplemente... Competición estúpida. Tristeza,
tristeza de vivir y cierta dosis de apatía.
Fuera llueve, y graniza, el viento sopla
con odio -hacia la raza humana, hacia los hijos semejantes de Dios, hacia mí-;
dentro una mesa, un vaso con botella a juego, un cuaderno, un bolígrafo
cualquiera. Han abierto un comedor con capacidad para mil ochocientos
comensales sólo para mí, para mi ego, mis necesidades y mi virilidad oxidada,
dormida, durmiente; hace frío ¿fuera, dentro? Observo las dimensiones de este
gran salón solitario en el que la música suena exclusivamente para tocarme las
narices a mí: mesas, sillas, platos, cubiertos, manteles, lámparas, cables,
servilletas, cartas, vasos y copas, cuadros, pantallas de televisión, altavoces
y un par de figuras de los Blues Brothers a tamaño real; melancolía,
desolación, apatía... Tanta como para que no importe mucho dejar de respirar
mientras estas líneas se escriben por si solas.
Entiendo a mi padre. Hoy, ahora, en
momentos como éste, creo que entiendo a mi padre: mil kilómetros sin dormir
para comer y decir adiós mientras suenan Los Ronaldos, "adiós papá, adiós
papá, envíanos un poco de dinero, más".
No llueve, diluvia. Me duelen las manos, me
duelen los pies, siento que estoy a punto de vomitar..., no puedo más; pero el
teléfono ha sonado, alguien necesita mis servicios. Seré su puta una vez más, a
cambio de unos cuantos papelitos de colores a los que alguien mucho más listo
que yo ha asignado el valor monetario de mi tranquilidad durante toda una
tarde. Adiós papá, adiós papá... nos veremos en... puede que en un área de
descanso, tiritando, congelados, al borde del suicidio no premeditado, a punto
de desistir.
viernes, 23 de enero de 2015
¿Qué tal estás?, me preguntan, por
compromiso imperativo, clientes, amigos, familiares y transeúntes con los que
me cruzo a diario. Yo tengo claro que realmente les importa una soberana mierda
si tengo algún problema, si sufro estoicamente o soy el tipo más feliz a este
lado del planeta -de hecho creo, sin miedo a equivocarme, que más de uno sonreiría
secretamente al conocerme alguna desgracia-, y aún así preguntan: ¿qué tal
estás? Yo, que no soy más que otra cobaya girando y saltando alegre y/o
abnegadamente dentro de mi rueda, sonrío y contesto con mi parte de la ecuación
de la diplomacia social: bien, bien; vamos tirando.
De vez en cuando me encuentro algún
transgresor, qué tal estás, y se me queda mirando, ahí parado, esperando una
respuesta auténtica; es más común el otro extremo: ¿qué tal estás, bien, no?
Avocado a la confirmación, al asentimiento, qué opciones le dejan a uno; no,
coño, no estoy bien para nada, aunque a ti te fastidie la estadística, a pesar
de que eso te obligue a tener que reconocer que tu pregunta era mero formalismo
y que ahora no te interesa entrar en 'mi materia'. Pero claro, yo soy un pero
bien amaestrado, muy bien amaestrado, exageradamente amaestrado, y respondo
como cabe esperar: guau.
jueves, 22 de enero de 2015
sábado, 17 de enero de 2015
viernes, 16 de enero de 2015
miércoles, 14 de enero de 2015
ACERCÁNDOSE AL LÍMITE
Sucesión ininterrumpida de días fríos, días
acalorado, noches extenuado y amaneceres apesadumbrado; a veces llegas a
confundir los días de la semana, las horas... incluso dudas si el último corte
que te has hecho en la palma de la mano sangra de verdad o, sencillamente, has
terminado por volverte loco del todo y la sangre que brota de la herida es sólo
un espejismo. Uno termina odiando su trabajo, escupiendo sobre la actividad que
le provee de alimento y que un día no muy lejano -aunque ahora parezca una
eternidad atrás- le dispensó más de una sonrisa. Te duelen las manos, los pies,
la cabeza, y empiezan a asquearte todas las personas que has conocido gracias a
tu actividad laboral, lo que puede ser bastante peligroso, pues hay quien
comparte trabajo con su padre o su esposa -a quien también puede haber conocido
en el transcurso de una jornada de trabajo, quizá despachándole o vendiéndole
algo-; de hecho, hay personas que sólo se relacionan con gente que tiene algo
que ver con su trabajo. Entonces uno comienza a comprender a los suicidas, a los
homicidas y a los apátridas. A los primeros porque siempre es preferible
liquidarte a ti mismo y, de paso, descansar; a los segundos por el hartazgo y
el hastío, y puede que por enajenación mental transitoria también; a los
últimos por la necesidad de escapar muy, muy lejos, y no sentir la tentación de
mirar hacia atrás.
domingo, 11 de enero de 2015
viernes, 9 de enero de 2015
GALORE
Pocas experiencias dejan una impronta tan
perenne como aquellas que nos descubrieron en nuestra primera juventud,
dispuestos para la sorpresa, con la grabadora interna lista para ponerse en
marcha. Algunos de esos episodios vitales van marcados por la banda sonora que
los acompaña.
Oír a los británicos The Cure es volver a
1999, al Xalabam, a una larguísima noche que podía llegar a durar varios días, es
ver bailar a un cantante amanerado que me guiña un ojo, es conversar con una
muchacha que, desinhibida por un sueño etílico, me invita a su alcoba, es
saltar junto a un par de locos y besar a una princesa que aún no sabe que lo
es.
Tan lejanos parecen aquellos días en que
las fuerzas no flaqueaban aunque nunca hubiese mucha comida y sí demasiado
vicio. Había una muchacha, Verónica, que iba para psicóloga, y otra, Paula, a
la que le gustaba bailar con mi amigo Manu, del que estaba medio enamorada.
Solíamos tomarnos una cerveza con ellas todo los viernes por la noche, mientras
oíamos 'Boys don't cry'. Después yo entraba dentro de la barra y me ponía a los
mandos del aparato de audio; pinchaba un montón de canciones de aquel disco,
'Galore', en el que los de Robert Smith repasaban algunos de sus más memorables
singles. Nos pasábamos allí toda la noche, cuando salíamos a la calle el sol ya
estaba en todo lo alto, era domingo o lunes, o puede que viernes otra vez, y
todo lo que queríamos hacer era buscar un banco bajo un árbol en el que
sentarnos a pensar en aquellas chicas que nos gustaban pero a las que no
querríamos jamás, haciendo tiempo hasta que volviese a oscurecer, mientras en
muestras cabezas, en perfecta sincronización, continuaban sonando las melodías
de los Cure, poniéndole banda sonora a todo un año, o dos, o tres, de nuestras
vidas.
lunes, 5 de enero de 2015
LA FELICIDAD
No, no se trata de alcanzar las sinuosas
cimas del éxito y el orgullo que se elevan sobre la mediocridad, ni de
conquistar los territorios vírgenes a los que tantos otros intentaron llegar
sin conseguirlo antes que tú; no es cuestión de escribir 'Crimen y castigo' o
de pintar 'El Guernica', no tienes que componer la 'Obertura 1812' ni dirigir
'El séptimo sello'. No, la felicidad no tiene que ver con eso, ni con casas en
la costa sobre acantilados privados, coches veloces de colores chillones,
orgías continuas de sexo y alcohol o aplausos y risotadas falsas y aduladoras y
jovencitas pidiéndote que les firmes en su libreta de autógrafos al lado de la
rúbrica de Stanley Kubrick.
La felicidad es saborear esta galleta que
tú me has enseñado a comer de nuevo, masticando con paciencia, saboreando y
disfrutando incluso su ausencia entre bocado y bocado, igual que debí hacerlo hace muchos años, cuando el niño era yo. Aprender de ti, mi pequeña, la
facilidad con que se puede conquistar una sonrisa si es sincera; esa es la
verdadera felicidad.
jueves, 1 de enero de 2015
PROMESAS
Promesas, todos los años comienzan
igual: promesas rotas segundos después de ser formuladas, promesas ignoradas,
olvidadas en el mismo momento en que son planteadas.
No quiero mentir; ya no soy un niñato
engreído, ni un jovenzuelo prepotente, sé que no soy capaz de cualquier cosa,
soy consciente de mis limitaciones -aunque no de mis límites-, no voy a
prometer ni jurar nada que no esté seguro de poder defender hasta la muerte,
...o incluso más allá.
Hubo un tiempo en que me creí capaz de
todo, y pasó lo que pasó. No quiero terminar este año como el anterior:
asqueado, hastiado, cansado e impotente; es duro, muy duro tomar conciencia de
la propia incapacidad para alcanzar determinados objetivos cuya consecución se
había convertido en asunto personal. Hoy soy más sabio -también más viejo, lo
que viene a darles la razón, una vez más, a mi padre y al refranero popular
español-, sé que un individuo solo es capaz de encender una mecha, pero
mantener el fuego vivo, guiar la llama a lo largo de la cuerda que ha de arder,
es tarea de muchos corazones encendidos y muchos cerebros empeñados en darle la
vuelta a la tortilla. Sí, el cambio es posible pero, seamos sinceros, sólo lo
es como en aquella canción de Lennon y McCartney, 'con la ayuda de mis amigos'.
'Ningún hombre es una isla' escribió John
Donne en el siglo XVII; desde que lo leí hace algo más de diez años en el
prólogo de una edición que heredé de 'Por quién doblan las campanas', la idea
me ha obsesionado. Es cierto, total e indiscutiblemente; el hombre es un ser
social, su disposición natural le lleva a sentirse inclinado a la idea de manada,
a verse obligado al auxilio del prójimo, incluso en el caso de los más
individualistas. Pensadlo con absoluta sinceridad y veréis que no os queda otra
que darme la razón.
No pienso prometer nada, pero sí que puedo
permitirme esperar algunas cosas; espero, por ejemplo, aprender a ser un
poquito más paciente, y humilde, reconocer los puntos sin retorno antes de
cruzarlos obcecado y pedir ayuda cuando, convencido de mis motivos, me
reconozca como insuficiente motor para la acción. Espero ser capaz de
alcanzarme cuando, en el más dulce de mis sueños, vea que unas zapatillas
blancas con suelas rojas y negras, me dejan atrás: no quiero pretender ser más
de lo que realmente soy capaz de ser.
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