FOREVER
Todo el mundo pensará que llegamos tarde,
qué pasó hace ya mucho tiempo nuestro momento, demasiado para que pueda tener
algún sentido la mayor parte de estas palabras. Pero eso da igual; si lo
piensas detenidamente, mi amor, caerás en la cuenta de que quien pensase así,
todo el mundo acaso, estaría equivocándose por completo.
El día que nos conocimos, recuerdo entre la
neblina típica de las lejanas remembranzas juveniles, tú llevabas un jersey
gris de cuello vuelto y unos pantalones vaqueros; sonreías con timidez y
mirabas de un lado a otro. Alguien que nos conocía a los dos nos presentó
mientras tomábamos asiento en el inmenso comedor de nuestro colegio. Apenas
éramos unos chiquillos despertando al nuevo mundo de los menús escolares y los
recreos sin vigilancia, trece o catorce años; tonteamos sin saberlo durante un
buen rato, yo te conté alguna estupidez acerca de mi equipo de baloncesto, y tú
me dijiste que tenías un hermano y que debía andar por ahí, en medio de un
grupo de muchachas exaltadas. Yo aún no lo sabía, pero ahí empecé a enamorarme
de ti.
Recuerdo las clases de Latín, yo me sentaba
detrás de ti, ignoraba el rosa rosae mientras me concentraba en las formas de
tu cuello y te imaginaba girándote para sonreírme y lanzarme un beso.
Un buen día me atreví a decirte algo, pero
creo que no debí hacerlo con el ímpetu necesario, pues no llegaste a oírme.
Claro está, en aquel momento yo pensé que tu silencio era un rechazo, así que
me aplaqué y desaparecí.
Tuve una novia, una de tus amigas que se me
acercó una noche y me tocó; después pasaron muchos años y muchas vidas: fuiste
mi amiga, una desconocida, mi confidente y el mejor hombro sobre el que llorar,
un recuerdo, un fantasma, pareja de baile en una ocasión, un sueño, conocida
lejana y cliente ocasional.
Y ahora te encuentro aquí, en el corazón de
nuestra ciudad, entrando en un café, sola y muy bien vestida. Hoy que cumplo
ochenta y cinco años de vida y dos de viudo, te veo pasar y, a pesar de todos
los años que llevo sin verte, te reconozco; y pienso que por ti el tiempo no ha
pasado, o tal vez no lo haya hecho para ninguno de los dos. Así que me lanzo
decidido dentro del establecimiento, te busco con la mirada; cuando te veo,
sorteo con sorprendente vigor y destreza los veinte o treinta cuerpos mucho más
jóvenes que el mío que se empeñan en ponerme difícil llegar a ti. Y lo hago, lo
consigo, aquí estoy: te tiendo la mano y te sonrío, tú coges mi mano y la
besas; yo pronuncio tu nombre, tú dices que ya iba siendo tiempo.
Habrá quien piense, todo el mundo quizá,
que llegamos tarde. Qué más da, digo yo, y tú te ríes; estamos tan a gusto, al
fin, el uno en brazos del otro... Dejémosles hablar; que ladren y relinchen,
que sigan sorprendiéndose acerca de nuestro atemporal eterno amor.