CONGÉNITO
Usted, señor Stolz, padece 'desorden
protagónico'.
(Silencio y expectación. Quince
segundos.)
Sí, sí; así, como suena: 'desorden
protagónico'. Entiendo que pueda chocarle, dejarle aturdido e incluso
abrumarle.
Que en qué consiste; bueno, verá mi buen
Stolz, ¿alguna vez ha deseado que, tragedia aparte, alguna desgracia sucediese
justo a su lado, tocándole incluso, aunque sólo de pasada?
Exacto caballero, veo que puede adivinar
hacia dónde me dirijo.
(Sonriendo.)
Pero no, por favor, no se alarme, no se
avergüence señor Stolz; el suyo es un problema de lo más común: cuántas gentes,
a lo largo de la historia del hombre, han creído alguna vez ser observados,
tutelados, puesto a prueba, guiados, espiados y juzgados por algún ojo oculto y
distante. Tome nota: desde los dioses griegos, o incluso el gran Dios
judeo-crsitiano, hasta las 'distópicas' sociedades que Orwell o Bradbury, Zamiátin y
Huxley imaginaron. El cine, la radio, no sólo la literatura ha añadido misterio
al encanto de creerse protagonista de un experimento en el que uno no recuerda
haber entrado.
(Una mano en alto, abierta, llena de
comprensión y calma. Tres segundo, dos, uno.)
No es nada raro, desde luego; ha estado
usted sometido a demasiada presión. De un lado su trabajo con esa novela de la
que me ha hablado y, por otra parte, toda la información que se ha obligado a
asimilar en tan poco tiempo en aras de su oficio de escritor... Sin duda habrá
batido un record: una novela existencialista en poco más de tres meses. Pero, a
qué precio.
Ahora toca digerirlo todo; llevará tiempo,
posiblemente nada vuelva a ser igual para usted, querido Stolz, pero estoy
seguro de que, con su privilegiada cabeza y un poco de esa férrea voluntad de
la que suele hacer gala, podrá salir adelante.
(Contacto físico por vez primera:
una mano sobre un hombro.)
En serio, señor Stolz, debe sentirse muy
contento; usted está a punto de conseguir curar su propia psicosis.