EL
DÍA EN QUE CONOCÍ AL APÓSTOL JACK
Si no me
equivoco era viernes,
como hoy
-puede que haya sido hoy
después de
todo-;
yo estaba
cansado, agotado
tras un día de
trabajo duro bajo el sol,
discutiendo
con imbéciles a treinta grados
mientras sólo
podía pensar en volver a casa,
abrazar a mi
familia y decirles 'os quiero'.
Pero nada, los
zoquetes insistían
-si tienen
poder son más difíciles de digerir-,
así que tragué
y seguí sudando profusamente.
Cuando llegué
al hogar
el maldito
teléfono me impidió disfrutar
de los besos y
las caricias y la alegría
que suele
invadir a aquellos hombres
que realmente
son afortunados,
cuando abren
la puerta de su morada
una vez han
logrado volver a sobrevivir ahí fuera.
De repente,
mientras una voz hostil
intentaba
convencerme del fin del mundo
desde su
cómodo sillón orientado, sin duda,
hacia un
gigantesco aparato de aire acondicionado,
una evocadora
melodía de piano me cautivó;
salía de los
amplificadores de volumen
de la pantalla
de mi ordenador y
me hizo
recordar a cierto joven arrogante
al que solía
tratar muchos años atrás.
Colgué sin
despedirme y subí los decibelios;
ahí estaba él,
perro viejo
curtido y sin coartada,
preparado como
llevan siglos intentando estarlo
millones de
jóvenes cada noche de viernes,
conocedor
obvio de obviedades añejas,
predicador de
la pasión, la alegría y el optimismo,
apóstol a la
carga, listo para disparar.
¿Acaso alguien
te va a dar más hoy?