Jacob sentado, más bien desplomado, frente
a una montaña de escritos magistrales firmados por un tal Israel Lozano, su
nombre en otro tiempo, mucho antes de que el personaje se revelase mucho más
fuerte y capaz que la persona.
Así empieza el final, así acaban todas las
embarcaciones flotadas antes de su bautismo.
Por aquel entonces nadie le consideraba un
escritor de verdad, ni tan siquiera él mismo. Escupía palabras por necesidad,
eso era todo; palabras que articulaban novelas, poemas, ensayos y cuentos. En
cierta ocasión llegó a promulgar una nueva Constitución para el estado
independiente de Ilustria.
Supongo que terminaré muriéndome sin tener
claro si he conseguido ser escritor. Pero ese no es el momento actual, el
presente seleccionado para la ocasión.
Jacob escoge una hoja del montón, un breve
relato titulado 'La vida secreta de Jacobus Stolz'; intenta recordar, nada. Lee
con atención, se maravilla, se emociona, siente que una lágrima se asoma a su
ojo derecho. Toma otro papel, un poema; lee, sonríe. Uno más, esta vez es parte
de lo que debe de ser una novela, la página ciento quince, lee: "después
de todo, aquella colección de hermosas palabras que tantas caricias le habían
regalado, terminó por marcharse, dejándole sólo con un recuerdo maldito
condenado a repetirse de las más diversas formas, eternamente". Un
escalofrío recorre su espalda, suelta el folio.
Tres minutos, o puede que diez horas, no
está claro. Jacob llora, por más que lo intente no consigue reconocerse como
autor de todas esas palabras, como creador de tan distintos universos. Duda de
sí mismo, de su memoria, del rostro que cree recordar llevar puesto desde esta
mañana, del nombre con que se ha despertado, de la capacidad de estas manos que
ahora escupen estos trazos de tinta llamados a ser, quizá, algo.