EXTRACTO DE UNA TRISTE VIDA
Al fin había llegado el invierno y, como
cada comienzo de temporada, acababa de incorporarse un nuevo aprendiz. Esta vez
se trataba de un estudiante de empresariales, de derecho o algo así; un
universitario, uno de esos listillos que sólo buscan una forma fácil de
conseguir algo de efectivo para el fin de semana mientras se meten en la cabeza
ingentes cantidades de información con la esperanza de que algún día les sirva
algo. Nada que ver con los zafios muchachos que supuestamente, esperaban
encontrar un trabajo con el que independizarse económicamente de sus padres y
darse la buena vida. Normalmente estos últimos duraban más que los
universitarios, aunque el motivo de su 'abandono' resultaba más cruel: una vez
juzgaban haber aprendido lo suficiente, se independizaban también de su mentor
y, de paso, intentaban levantarle algún cliente. Los estudiantes, en cambio,
siempre eran más sinceros: tenían claro que aquello duraría lo que durasen sus
estudios, vacaciones de verano a parte, y así se lo hacían saber a su maestro
al entrar a formar parte de la plantilla.
Por lo tanto, quedaban por delante dos
años, puede que algo más si alguna asignatura se resistía, de media-jornadas
laborales en turnos cambiantes a los que López, profesor de limpiacristales por
más de treinta años, ajustaría toda su vida con el único fin de no causarle
excesivas molestias al pobre joven aprendiz que, jamás lo dudaba, haría todo lo
que estuviese en su mano por ser realmente eficiente y rentable.
En el fondo, López se sabía un tanto
imbécil; a menudo pensaba, no sin razón, que el más inepto de todos los
operarios de limpieza es el encargado: vestido de faena y con los guantes por
estrenar. Así que jamás se atrevía a 'ponerse en su puesto' y meter en cintura
a cualquiera de aquellos muchachos irreverentes o estúpidos con los que se veía
obligado a convivir durante cierto tiempo; en cambio, prefería agacharse, meter
la mano en el cubo de fría agua enjabonada y enseñarles qué tenían que hacer.
A López le fallaba -así lo sentía él- la
coherencia; era como un bebedor que se atiza la primera copa de vino a media
mañana al tiempo que sueña con un día, sólo un día entero, sin probar el
alcohol. Al final terminaba pensando, no le quedaba más remedio, que jamás se
podría quejar por su suerte; sólo los hombres que siguen empeñándose en vivir
tienen derecho a respirar.