El teléfono ha estado sonando toda la
tarde; bueno, en rigor, lo ha hecho doce veces, entre las tres y cuarto y las
ocho y media, lo que, en mi opinión, es más que suficiente para decir que ha
sonado durante toda la tarde. ¡Doce veces en poco más de cinco horas! Después
lo he desconectado de la toma de red. Por lo que yo sé, podría haber seguido
así, dando la lata hasta el día del Juicio Final; no he querido arriesgarme a
comprobarlo.
De las doce llamadas una ha sido de mi
madre, dos de un par de clientes que necesitaban que les confirmase unos datos
y nueve, NUEVE, han sido realizadas por contestadores automáticos propiedad de
dos compañías telefónicas. Lo hacen así; un ordenador marca aleatoriamente un
número extraído de una base de datos, si nadie descuelga antes de que finalice
un ciclo de tonos, o contesta pero cuelga tan pronto como comprueba que se
trata de uno de esos contestadores, el artefacto insiste una y otra vez hasta
que alguien responde y espera pacientemente. Entonces el ordenador le cede el
turno a un operador humano que, normalmente, se encuentra a varios miles de
kilómetros de la persona que espera al otro lado de la línea, en un uso horario
distinto; así que mientras tú descuelgas el teléfono después de una jornada de
trabajo intensa, cansado y deprimido, tu interlocutor acaba de comenzar la
suya, lleno de vitalidad, energía y ganas de 'convencer'.
Las nueve llamadas han comenzado de la misma
forma, todas ellas; un operador que, en todos los casos, decía llamarse Jose Algo
-Francisco, Manuel, Antonio, José-, preguntando por el encargado de
telecomunicaciones para poder presentarle las últimas y ventajosas novedades de
su compañía que, sin posibilidad de duda, supondrían una clara mejora de las
condiciones que actualmente uno tenga contratadas con el operador de
comunicaciones que sea -aunque éste pueda ser el mismo al que él representa-.
Ante todas las llamadas me excuso tan
pronto como el tele-operador de turno me lo permite, le explico que hace unos
días he renovado todos los servicios de telecomunicaciones con la empresa con
que los he tenido contratados durante los últimos tres años -algo que, además,
resulta ser cierto y no la excusa cotidiana-.
Dos de las nueve llamadas terminan ahí, los
operadores me agradecen mi tiempo y se despiden con educación; las otras siete
no. Vuelven a la carga, intentando convencerme de un presumible error
monumental, insinuando que les he mentido o incluso -esto ha sido la gota que
ha colmado un vaso que llevaba un buen rato a punto de desbordarse, el de mi
paciencia-, retándome a demostrarle al
último fiel empleado de cierta corporación nacional de cuyo nombre no quiero
acordarme, que efectivamente, acababa de renovar mi permanencia con otra firma
hacía escasos dos días. Y entonces, tras colgarle el teléfono sin educación ni
remordimiento alguno por mi parte, he decidido arrancar el cable de la toma de
red.
Ahora me estoy tomando una cerveza bien fría,
han pasado diecisiete minutos desde mi decisión y, sinceramente, me siento muy
bien; puede que no vuelva a 'conectarme' nunca más.