LA LIBERTAD
Hacía tiempo que no escribía nada que
mereciese la pena; de hecho, tenía la sensación de que realmente a aquella
extraña operación de pensado, repensado, recortado y maniatado de ideas, que
solía llevar a cabo últimamente, podía llamarla de cualquier forma, excepto
escribir.
Este descontento, malestar o desacuerdo con
la propia obra, se debía principalmente al abusivo uso que, en los últimos
tiempos, había hecho de la autocensura y algo que podríamos catalogar de
'porsiacasismo'. El miedo, atroz, a que algún pariente o conocido pudiese
descubrir alguno de sus más recientes y oscuros secretos, le obligaban a tirar
de historias trilladas, tópicos simplistas y frases hechas en cantidades
ilógicas; ya no tenían lugar la sinceridad, el lenguaje directo, la acidez o
mordacidad que le habían hecho merecedor de un nombre propio en el mundo de las
letras.
Nadie. Nada. Así se sentía: un contenedor vacío
de nada bueno y lleno de desperdicios con los que poco, o nada, se puede hacer.
Y, ¿de qué, para qué -se preguntaba constantemente- puede servir toda esta
miseria lírica? Ten bien articulada, tan dulcemente servida y tan falsa,
venenosa, innecesaria. Rompería todas y cada una de las páginas estúpida y
torpemente manchadas, invertidas en hablar mucho para no decir nada: la espuma
de los día cubriendo la realidad de mi vida, ocultando todo lo que realmente
es, lo que merece la pena.
Así las cosas, una inusualmente fresca
tarde de verano, de esas de calles desiertas y ventanas cerradas, salió a pasear.
Murmurando para sí, el ceño fruncido, maldiciones y juramentos, se fue alejando
de las calles conocidas, de su zona de confort y los dominios cotidianos para
terminar adentrándose en un barrio periférico de su ciudad del que apenas
habría oído hablar un par de veces en toda su vida. Al principio la novedad no
le impresionó: caminó durante algo más de una hora sin prestar atención al
nuevo entorno hasta que, bocinazo por todo lo alto, un atropello frustrado lo
sacó de su ensimismamiento. Al susto inicial siguió un rápido salto hacia
atrás, un brusco movimiento que terminó con sus nalgas golpeando violentamente
el suelo; la caída, a pesar de aparatosa y ridícula, resultó ser providencial:
ante él, la clásica fachada cubierta de ladrillos rojos y ventanales escondidos
tras enrejados barrotes negros de una librería de anticuario; uno de esos
maravillosos lugares que, aún en los días más oscuros, conseguían levantarle el
ánimo. Entró.
El Universo resumido en varias montañas de
papel ajado y amarillento. Maravillas de la mente nacidas de la simple
observación de las maravillas de Dios.
Después de un buen rato rebuscando entre
mastodónticos volúmenes de más de doscientos años, cuadernos de cartoné llenos de
fórmulas incomprensibles y ligeras novelas venidas de ultramar en tiempos de
posguerra, encontró, medio escondida detrás de un rascacielos enciclopédico,
una estantería llena de cuadernos, bolígrafos, plumas, pergaminos y demás
material de escritura; de recreación, que hubiese dicho él, de ser el mismo que
un día consiguió dejar boquiabiertos a los poco más de trescientos asistentes a
la presentación de su primera novela, con sus comentarios humildes y
grandilocuentes.
No dudó: tan pronto como sus ojos se encontraron
con aquella pequeña libreta de tapas nacaradas, algo arañadas, y goma negra,
supo que había encontrado una nueva perfecta compañera. Aquí... aquí -pensó-
podré volver a escribir, seré sincero; será como volver a empezar: otro
cuaderno, otro nombre, otra vida. Nadie sabrá de ti, mi fiel amigo, y así,
fingiendo no ser yo, podré volver a ser. Escribiré a oscuras, en la calle,
antes de regresar a casa y a los otros cuadernos en los que pretendo ser
escritor pese a que no escribo nada. Regresaré a ti cada jornada, un poquito
antes de que el resto del mundo despierte y me engulla con sus demandas y
veloces pretensiones. Seremos tú y yo: útil e intención; no habrá nadie, nada
más. La más absoluta honestidad, la realidad más limpia; al fin, la libertad.