El
hombre de acero ya no puede volar. No tiene ningún problema físico, pero por
dentro está roto; se siente como si alguien le hubiese dado a beber una
infusión de kriptonita maldita y ahora, triste y cabizbajo, no tiene muchas
ganas de salir fuera del cómodo apartamento de Clark Kent para revolotear entre
las negras nubes de Metrópolis y rescatar a algún capullo en apuros.
Que
les jodan con sus gilipolleces, piensa él, y acto seguido se sirve otro bourbon
mientras repite frente al reflejo que de su imagen le devuelve una vitrina
llena de figuritas de cristal, que no puede volar: cómo voy a poder si ni ganas
tengo de intentarlo.
***
Porque, si querer es poder, no tener la
menor intención debe de ser el imposible absoluto.