viernes, 28 de septiembre de 2012


GRANDES ESPERANZAS
Estimado Señor Lozano:
        Apenas han pasado unos minutos desde que he terminado, al fin, de leer las cerca de cuatrocientas páginas que componen lo que usted no ha dudado en catalogar como su gran obra maestra. Permítame que ahora sea yo quien le dirija unas palabras.
        Ante todo quiero agradecerle el interés que ha manifestado por nuestra editorial. Quisiera además, y antes de entrar en materia, recordarle que una negativa o un rechazo puntual, no es más que eso, puntual, no queriendo decir en absoluto que necesariamente uno deba plantearse hacer carrera en un ámbito distinto ya que, como usted bien sabrá, muchos han sido los escritores que a fuerza de ser rechazados en sus primeros intentos de incursionar en el mundo de la palabra escrita, consiguieron alcanzar cotas elevadísimas tanto a nivel creativo como formal por verse forzados a dar el máximo de su potencial, y no conformándose con la primera versión de un hijo superdotado traído a toda prisa a un mundo que aún no se encontraba preparado para tanta genialidad. Éste, desde luego, no es su caso.
        Su prosa, si es que puede llegar a ser así catalogada y no como una simple secuencia de palabras mal conectadas, destila lo que un crítico benévolo tildaría de instinto animal exacerbado. Un servidor, que renunció hace ya bastante a la diplomacia gratuita, se ve en la obligación de decirle, sin ningún tipo de acritud, que sencillamente apesta; lo mire por donde lo mire, su obra despide un tufo insoportable que tan sólo puedo comparar con el hedor de la diarrea de un alcohólico que lleva una semana comiendo cebollas y bebiendo licores de alta graduación.
        Sinceramente, espero que jamás tenga que verse en la tesitura en la que hoy me hallo yo; dudo que pueda hacerse una idea aproximada, ni de lejos, del dolor mental, del tremendo esfuerzo, de la ardua tarea que a mis maltrechas neuronas les ha supuesto el tener que vérselas con semejante insulto a la inteligencia humana.
        ¿En qué momento decidió consagrarse, tal y como usted mismo se expresa en la carta con que ha tenido a bien acompañar su ‘novela’, en cuerpo y alma a la creación y recreación a través de las manchas de tinta con forma reglada? Por el bien de la raza, espero que no fuese realmente gracias a su profesor de literatura de segundo de bachiller; Dios sabe que no podría soportar recibir un mamotreto al año, obra cumbre de algún coleguilla suyo con inspiración y motor primero común.
        Para terminar, y antes de despedirme, me permitiré la licencia de darle un consejo que, no por ser gratuito carece de valor; cómprese una escoba, un recogedor, un cubo, una fregona y unas cuantas bayetas y abra, a la mayor brevedad posible, una empresa de limpieza. La sociedad en su conjunto, aún en silencio, se lo agradecerá.
        Atentamente; Martín Nozala. Ediciones In-Alámbricas.

“Aunque yo mismo no lo vea, me da igual; yo contribuyo a que la evolución continúe”.
Christian Felber

lunes, 24 de septiembre de 2012


JUST LIKE HEAVEN
Y a mí que más me puede dar
si esta noche me quieres engañar;
miente todo lo que quieras
mientras permanezcas a mi lado.
Como un sueño -así será-
despertar a tu lado y verte sonreír.
“Como un sueño”, te dije,
y espero que me creyeses
como yo quiero creer en tí, porque
no hay mentira más real
que cada caricia que tus labios
le regalan con picardía a mis oídos.

sábado, 22 de septiembre de 2012


“Respecto a la fe, puedes creer o no creer; yo elijo creer”.
Javier Martín Baragaña

viernes, 21 de septiembre de 2012


Este es el día más triste del año,
el comienzo de una época realmente cruel;
Nina Simone llora aquí al lado
mientras un tipo con bata blanca
trata de hurgar en ese abismo oscuro
que son hoy las esperanzas
de esta pequeña parte de la humanidad.

Mientras el sol cae en el horizonte
el frío se apodera de los corazones y
siete billones de almas –puede que más-
aprietan los dientes sin saber,
aunque intuyendo con clarividencia,
que el contrato está a punto de expirar.

“Ámame, ámame”, implora un anciano
cantando en la oscura noche,
clavando su temblorosa mirada azul
en el centro mismo de la luna;
“no arranques mis alas, déjame volar.
Permite que me acerque a ti”.

¿IRONÍA?
Ahí estoy yo, en una de esas grandes cafeterías que intentan recordar a los inmensos salones de té turcos y marroquíes de otro tiempo. Una gran estancia llena de mesitas bajas, redondas y cuadradas alternándose, cada una con cuatro sillas. Cuando llego al lugar me encuentro con prácticamente todas ellas vacías, así que elijo una, esquinada, al fondo del local, y tomo asiento. En el centro del salón se erige una espectacular y portentosa barra decorada con un artesonado que pretende parecer clásico.
Después de un rato ensimismado en la lectura de ‘Crimen y castigo’, levanto la vista y mis ojos se encuentran con los de un tipo que acaba de entrar; un hombre de unos cuarenta y pico años, canoso y ralo, más bien delgado que escruta con mirada insegura el lugar buscando –imagino- un sitio donde sentarse a tomar un café o un tinto de verano o un orujo de hierbas. Vacilante, casi sin mirar hacia ella, sus pies le llevan hasta la barra, donde la mayoría de los clientes, unos veinte, se encuentran. Lanzo una rápida ojeada al mar de mesas que se extiende ante mí; dieciséis en total, apenas tres ocupadas, incluida la mía, por otras tantas personas.
Este tipo de cosas, a veces, me lleva a pensar en cuestiones que no tienen nada, absolutamente nada, que ver con la causa primera de mi reflexión. En esta ocasión en concreto me veo a mi mismo, en la piscina, compartiendo la misma calle con mi esposa; ella se cruza conmigo y me sonríe debajo del agua mientras, fuera, todo el mundo nos observa como si se preguntase qué demonios hacemos ambos en una única calle cuando hemos tenido que pagar por dos.

lunes, 17 de septiembre de 2012


Acababa de servirse un whisky solo con algo de hielo picado –el cuarto de una noche que había comenzado hacía algo menos de dos horas-, cuando Nicholas Walden, un nombre más en una fiesta llena de tipos como él, escritores que llevaban ya demasiado tiempo siendo la ‘última promesa’ de las letras nacionales, sintió un repentino golpe en el pecho. No se trataba –esto lo tenía claro el propio Nick, que había leído ampliamente sobre el tema después de perder a su abuelo paterno, a un tío abuelo y a su propio padre, por culpa de complicaciones cardiacas- de un infarto; no, más bien fue algo como un golpe seco, no agudo y prolongado, que instantáneamente le dejó inconsciente, en el suelo, al lado del vaso que segundos antes sostenía con su mano derecha.
Lo primero que notó fue que su cuerpo ya no le pertenecía. No me refiero a la típica –y tan tópica- sensación de que tu alma abandona tu cuerpo; de hecho tardó un rato en ver, desde cierta altura, como su cuerpo yacía mientras nadie parecía percatarse del hecho de que acababa de morir –eso creyó él-, o estaba a punto de hacerlo, allí mismo, en la enésima entrega de un premio que ni él ni la inmensa mayoría de los asistentes jamás recibirían.
Como decía, Nicholas se percató de que algo iba mal cuando, después de sentir la fortísima sacudida en su pecho, se sintió incapaz de moverse, paralizado, y de pie. Tardó un rato en percatarse de que realmente su cuerpo se había dejado caer, dejándole a él, o lo que quiera que fuese aquello que de él se había quedado –su mente, su espíritu-, allí plantado, sin brazos ni piernas que mover, sin ojos con los que mirar ni oídos con los que escuchar; eso sí, era capaz tanto de ver como de oír, y no tardó demasiado en caer en la cuenta de que también lo era de moverse.
Durante unos cuarenta minutos se paseó entre sus compañeros de profesión. Algunos discutían acerca de cual era, según ellos, la más genial creación de la literatura universal de todos los tiempos; uno sostenía que ‘¿Por quién doblan las campanas?’, aunque no parecía creérselo demasiado pues, al cabo de un rato, un colega terminó por convencerle de que la única duda posible estaba entre las dos grandes obras de Dostoyevski, ‘Crimen y castigo’ o ‘Los hermanos Karamazov’. Otros dos estaban de acuerdo en que Kafka había superado con creces tanto al ilustre ruso como al loco de Hemingway. Finalmente un jovenzuelo que parecía resultarle desconocido a todos los presentes, defendía que cualquier novela de Auster estaba a la altura de los anteriormente citados; “además –y mientras decía esto no podía evitar sonreírse-, jamás se ha sabido de hombre que alcance la gloria pensando que ésta ya está sobradamente copada y que no acepta a nadie más”.
Walden, siguió paseando –en honor a la verdad, su forma de desplazarse se asemejaba más a la levitación- entre engreídos y presuntuosos novelistas incapaces de reconocer que lo mejor que habían conseguido en sus carreras, algunas realmente prolíficas y exitosas, fueron un par de versiones o re-visiones, de clásicos atemporales cuyo único delito por el que prohibirles triunfar en pleno siglo veintiuno, había sido el de sobrestimar las capacidades comprensivas y léxicas del hombre del futuro. Se moviese en la dirección que se moviese, una única voz parecía alzarse sobre el resto; más clara, más simple y más honesta, llegando a enmudecer a cualquiera de las otras que, a sus oídos, se figuraban absolutamente prescindibles e innecesarias –incluso contraproducentes-.
Al cabo de poco más de media hora Nicholas Walden, eterno escritor de saldo, de bolsillo, de fondo de estantería, volvió en sí. Así, como quien no ha sufrido desvanecimiento alguno, se incorporó del frío suelo donde su cuerpo había disfrutado de un largo descanso, se sirvió una nueva copa, miró a su alrededor y se encaminó directamente hacia el joven que había llamado su atención durante su ‘paseo astral’.
-Muy buenas noches, joven; permítame que me presente. Mi nombre es Nicholas, Nick Walden.
-Buenas noches caballero; Jacob Martín.
-Un placer y…; permítame que me declare, desde este preciso instante, su más rendido admirador.

jueves, 13 de septiembre de 2012



SÓLO OTRA NOTICIA MÁS
        Son las ocho en punto de la mañana -informa el presentador del primer telediario de la jornada que, una hora más tarde, repite todo lo que ha dicho a las siete, palabra por palabra-; hoy es jueves 13 de septiembre de 2012. Buenos días.
        Internacional: la crisis en Siria se agrava tras los últimos ataques por parte del Gobierno en el sur del país, a pesar de la visita del mediador enviado por la ONU y la Liga Árabe.
        Nos pasamos unos cuarenta y siete segundos repitiendo imágenes con las que parece que nos hemos familiarizado finalmente, después de llevar año y medio con el ‘conflicto’ que no termina de llegar a ser ‘guerra’, a pesar de que los muertos a causa de las ‘desavenencias’ entre el Régimen y la oposición se cuenten ya por miles. Absorto en la más que obvia reflexión acerca de lo apropiado de calificar de conflicto lo que claramente es una fraticida y cruenta guerra, una auténtica masacre, en aras de la libertad por un lado y de la continuidad en el poder más aberrante por el otro, no me percato de que la noticia ha acabado y así, como quien no quiere la cosa, volvemos corriendo a nuestro país para conocer la previsión meteorológica para el día que comienza; aquí es cuando varios de los primeros clientes de la cafetería en la que me encuentro, levanta la vista del Marca, el As y el Mundo Deportivo, para echarle un vistazo al televisor.
        Después vendrá la enésima especulación acerca de la confesión de un tristón Cristiano Ronaldo; será entonces cuando todos, sin excepción, miraremos boquiabiertos hacia la -aún no sé si bien o mal- llamada ‘caja tonta’.

lunes, 10 de septiembre de 2012



PRIMER DÍA DE CLASE
        Yo debía de tener cinco o seis años, puede que siete. Era el primer día de clase después de las vacaciones de verano, poco antes de las ocho de la mañana.
Caminaba por una calle cuyo nombre no consigo recordar, asiéndome con fuerza a la mano izquierda de mi abuela. Nos dirigíamos al colegio y, mientras observaba las oscuras sombras que el incipiente sol de mediados de septiembre proyectaba sobre los grises muros de piedra de los distintos edificios que nos saludaban a nuestro paso, comencé a preguntarme si faltaría mucho para que las hojas de los árboles del parque en el que solía jugar los sábados por la tarde volviesen a caer marchitas, rojizas, secas y agrietadas. Después de un buen rato intentando ordenar los escasos recuerdos que había conseguido acumular a lo largo de mis pocos años de vida, y tras realizar el que posiblemente fuese mi primer ejercicio de razonamiento consciente, sentí la desoladora seguridad de que pronto llegarían los temidos días en que la noche caería, una vez más, a media tarde. “Bienvenidos al desierto, segunda parte”; me dije a mi mismo. Un terrible vacío se adueñó de mis entrañas, con un rápido espasmo me solté de la mano de mi abuela y me apoyé contra uno de los muros vallados de mi colegio.
Allí estaba yo, intentando recuperar un ritmo respiratorio viable, mi abuela me observaba con vete tú a saber qué ideas rondándole la cabeza, mirándome como una gacela que entiende, aún sin saberlo, los temores que asolan a su pequeña cría. Así pasamos unos minutos que por aquel entonces a mi me parecieron lustros y décadas, siglos incluso. Después de un rato levanté la vista y me encontré con la sonrisa de mi abuela quien, con su habitual complicidad, guiñó un ojo y me dijo “creo que hoy van a sacar una nueva colección de cromos, si quieres más tarde me acerco al quiosco antes de volver a buscarte”; yo sonreí. Supongo que, de alguna forma, comprendí lo que en el fondo pretendía transmitirme; me incorporé y estiré mi mano hacia la suya, caminando, una vez más, hacia un nuevo día, a su lado.

jueves, 6 de septiembre de 2012


 CAMINANTE, NO HAY CAMINO
        Algunos hombres no necesitan caminos trazados; con cada paso descubren nuevas posibilidades, itinerarios apenas soñados. A ellos les pertenece, por derecho propio, este basto planeta que llamamos Tierra.



sábado, 1 de septiembre de 2012





Era tarde y el frío empezaba a dejarse notar por debajo de las chaquetas de entretiempo; la mayoría de los muchachos estaban borrachos, tanto que nadie se percató hasta que fue demasiado tarde de que allí mismo, en el más oscuro rincón de la explanada, un viejo solitario agonizaba entre sus propios vómitos mientras recordaba los días en que él mismo había sido un joven gallardo y despreocupado.