martes, 12 de junio de 2012


        Yo paseando por el centro de mi ciudad, leyendo el ‘Fahrenheit 451’ de Bradbury. Caminando a lo largo de una avenida de bares y cafés con rectilíneas terrazas de diseño, atestadas de mecanógrafos, personal de correos, funcionarios de prisiones, operadores de telefonía y empleados de banca; todos ellos cerveza en mano, cigarro expectante en los labios, mechero en camino.
        Algunos me reconoces –debo de pasear a menudo por aquí-, me invitan a que les acompañe; me excuso, me invento cualquier tontería para poder escapar, les cito para el sábado en mi casa.
        Llega el día señalado y comienzan las visitas; la puerta no para de abrirse, yo les recibo a todos con una copa de vino. A cada uno de ellos lo acompaño bebiéndome otra yo mismo.
        Después de cuatro horas me caigo al suelo; mis invitados, los veinte, comienzan a desaparecer entre murmuraciones y ausencias. Ahí estoy yo, me he quedado solo con la música de Diego Vasallo y el Cabaret Pop; nadie puede oír ya ninguna de mis genialidades.
        “Está claro; no es una cuestión de cantidad, si acaso de frecuencia, también se puede ser adicto a las dosis pequeñas”.

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