Yo paseando por el centro de mi ciudad,
leyendo el ‘Fahrenheit 451’
de Bradbury. Caminando a lo largo de una avenida de bares y cafés con rectilíneas
terrazas de diseño, atestadas de mecanógrafos, personal de correos,
funcionarios de prisiones, operadores de telefonía y empleados de banca; todos
ellos cerveza en mano, cigarro expectante en los labios, mechero en camino.
Algunos me reconoces –debo de pasear a
menudo por aquí-, me invitan a que les acompañe; me excuso, me invento
cualquier tontería para poder escapar, les cito para el sábado en mi casa.
Llega el día señalado y comienzan las
visitas; la puerta no para de abrirse, yo les recibo a todos con una copa de
vino. A cada uno de ellos lo acompaño bebiéndome otra yo mismo.
Después de cuatro horas me caigo al
suelo; mis invitados, los veinte, comienzan a desaparecer entre murmuraciones y
ausencias. Ahí estoy yo, me he quedado solo con la música de Diego Vasallo y el
Cabaret Pop; nadie puede oír ya ninguna de mis genialidades.
“Está claro; no es una cuestión de
cantidad, si acaso de frecuencia, también se puede ser adicto a las dosis
pequeñas”.
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