LECCIONES
ACERCA DE LA SOBERANÍA POPULAR II
¿En qué consiste exactamente un contrato verbal? Veamos. Un contrato,
sea escrito o verbal, es un acuerdo de voluntades entre dos o más partes que se
obligan mutuamente, en caso de un contrato bilateral, a cumplir lo previamente
pactado en el mismo contrato. Queda claro, por lo tanto, que no hay diferencia
entre un contrato verbal y uno escrito, más allá de la existencia o no de un
papel, un simple papel.
Hay quien podría opinar que un proceso electoral, preludiado por una
campaña política en la que se realizan una serie de promesas que, tal y como el
aspirante a la elección a que se refieren manifiesta, serán satisfechas a
cambio del voto mayoritario del colectivo de la ciudadanía –en el caso de unas elecciones
estatales, por ejemplo-, establece lo que podríamos considerar un contrato
verbal entre un político y el conjunto de la ciudadanía. Algo así como ‘si me
votáis la mayor parte de vosotros, yo prometo solemnemente…’. Es más; al
existir un programa electoral escrito –palabra clave-, el contrato adquiere una
nueva dimensión; no sólo es verbal, aquí también comprende su dimensión más formal
en los tiempos actuales –firma a parte-. Una y otra cualidades, lo convierten
en una especie de ‘contrato consensual’ que, a través del depósito del voto
individual en la urna y del recuento del total de los mismos, se convierte en
lo que en derecho recibe el nombre de ‘contrato real’.
Y ¿qué pasa cuando un gobernante incumple dicho contrato, es decir,
cuando contraviene sistemáticamente todas y cada una de las promesas –o lo que
es lo mismo, cláusulas- que le valieron en su momento la elección popular –esto es,
la firma del contrato? ¿Qué deberíamos haber hecho con José Luis Rodríguez
Zapatero, qué podríamos hacer con Mariano Rajoy Brey?
Podríamos comenzar por denunciarles por incumplimiento contractual y,
en base al mismo, despojarles de cualquier privilegio adquirido y acumulado,
despedir a uno y reclamar al otro –por no haber sido cesado a tiempo- ‘daños y
perjuicios’. En fin, ejercer esa supuesta ‘soberanía popular’ que, de vez en
cuando, creemos poseer. Eso sí, para ello hacen falta dos cosas; un pueblo con
ganas de ser soberano y un abogado con un par de… narices.
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