jueves, 19 de julio de 2012


LECCIONES ACERCA DE LA SOBERANÍA POPULAR II
¿En qué consiste exactamente un contrato verbal? Veamos. Un contrato, sea escrito o verbal, es un acuerdo de voluntades entre dos o más partes que se obligan mutuamente, en caso de un contrato bilateral, a cumplir lo previamente pactado en el mismo contrato. Queda claro, por lo tanto, que no hay diferencia entre un contrato verbal y uno escrito, más allá de la existencia o no de un papel, un simple papel.
Hay quien podría opinar que un proceso electoral, preludiado por una campaña política en la que se realizan una serie de promesas que, tal y como el aspirante a la elección a que se refieren manifiesta, serán satisfechas a cambio del voto mayoritario del colectivo de la ciudadanía –en el caso de unas elecciones estatales, por ejemplo-, establece lo que podríamos considerar un contrato verbal entre un político y el conjunto de la ciudadanía. Algo así como ‘si me votáis la mayor parte de vosotros, yo prometo solemnemente…’. Es más; al existir un programa electoral escrito –palabra clave-, el contrato adquiere una nueva dimensión; no sólo es verbal, aquí también comprende su dimensión más formal en los tiempos actuales –firma a parte-. Una y otra cualidades, lo convierten en una especie de ‘contrato consensual’ que, a través del depósito del voto individual en la urna y del recuento del total de los mismos, se convierte en lo que en derecho recibe el nombre de ‘contrato real’.
Y ¿qué pasa cuando un gobernante incumple dicho contrato, es decir, cuando contraviene sistemáticamente todas y cada una de las promesas –o lo que es lo mismo, cláusulas- que le valieron en su momento la elección popular –esto es, la firma del contrato? ¿Qué deberíamos haber hecho con José Luis Rodríguez Zapatero, qué podríamos hacer con Mariano Rajoy Brey?
Podríamos comenzar por denunciarles por incumplimiento contractual y, en base al mismo, despojarles de cualquier privilegio adquirido y acumulado, despedir a uno y reclamar al otro –por no haber sido cesado a tiempo- ‘daños y perjuicios’. En fin, ejercer esa supuesta ‘soberanía popular’ que, de vez en cuando, creemos poseer. Eso sí, para ello hacen falta dos cosas; un pueblo con ganas de ser soberano y un abogado con un par de… narices.

No hay comentarios:

Publicar un comentario