martes, 23 de abril de 2013


MEMORIAS DE UN VIEJO PREMATURO
     Nací con veinte años, más o menos; esto es un hecho. El primer recuerdo que tengo -de cuando contaba con algo más de dos años- es oír a mi madre lamentándose de su mala suerte, utilizándome como confesor. Yo la observaba atento, en silencio, respetuosamente; tomaba nota.
     Con siete u ocho años -de edad física, que no mental- dejé de interesarme por los juegos con los que mis compañeros de clase disfrutaban en los recreos; dejaron de 'llamarme la atención' el fútbol y las canicas, los videojuegos y, algo más tarde, los cromos. El primer buen regalo -al menos que yo considerase como tal- que recuerdo haber recibido, fue un bolígrafo Inoxcrom retráctil plateado y azul que mi padre me compró cuando tenía siete años, el segundo fue -mejor dicho, es, pues aún lo conservo- una pluma estilográfica, muy juvenil, decorada con imágenes de 'ALF', que mi abuela me dio teniendo yo nueve años.
     Con once mi madre decidió que debía hablar con un psicólogo, "el niño es raro -decía ella-, en el colegio dicen que se pasa los recreos solo, paseando entre los árboles o sentado en unas gradas mirando hacia el cielo; cuando le preguntas por qué no juega, dice que prefiere pensar". El Doctor López Rodríguez -Francisco, de nombre- tuvo a bien explicarme que no tenía que sentirme culpable si no me interesaban las mismas cosas que a la mayoría de los críos de mi edad, que eso no me convertía en un bicho raro, sencillamente, era más maduro de lo que sería esperable a mi edad; "es como si hubieses nacido con veinte años -me dijo-, y durante el resto de tu vida probablemente mantengas esta proporción. Así, con diez, debes de haber vivido lo que muchos experimentarán durante toda su pubertad y adolescencia -era cierto; me había masturbado por primera vez un año atrás y, con sólo ocho, ya mostraba una obsesiva curiosidad por los pechos femeninos-, a los veinte es posible que te cuestiones muchas cosas en lo que, comúnmente, el resto de nosotros denominamos 'la crisis de los cuarenta' y te plantees más de un motivo -cierto también; con diecinueve ,e independicé simplemente porque sentía curiosidad por descubrir hasta qué punto sería autónomo en condiciones de libertad absoluta-. Es más que probable que con cincuenta seas como un septuagenario al que le dejan de importar los convencionalismos y la corrección política y te atrevas a hacer todo lo que te plazca sin miedo al clásico 'qué dirán' -de hecho, ya con algo menos de treinta comencé a sentirme así-. Supongo que para los sesenta, tu edad física y la mental, se equipararán".
     La mayoría de amistades que he frecuentado, han sido siempre mayores que yo; desde muy joven he preferido la compañía de ancianos y, de paso, también de los niños -esos seres tan sabios a los que nadie quiere escuchar y a quienes, en cambio, todos queremos pervertir y manipular con el fin de homogeneizar sus mentes-; recuerdo una ocasión en que mi padre, de unos cincuenta y cuatro años por aquel entonces, me dijo: "a veces se me olvida que eres mi hijo y creo que estoy hablando con mi hermano". Yo tenía veintiséis.
     Hoy en día mi DNI afirma que estoy a las puertas de los treinta y tres -lo que, si mis matemáticas no me engañan, quiere decir que paso, ahí arriba, en la 'sesera', del medio siglo-; sigo prefiriendo, en general, la conversación de aquellos que me superan en edad -mi padre, mi suegra, algunos de mis clientes jubilados- y sigo adorando la compañía de los más pequeños. Como si fuesen un recuerdo de todo aquello que me perdí por el simple hecho de nacer con veinte años. Aún hoy, sigo estando más cómodo moviéndome entre los dos extremos; de un lado el lugar al que siempre ha pertenecido mi mente, del otro la incógnita, la eterna añoranza de todo aquello que desconozco y que, sospecho, ya nunca podré tener.

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