miércoles, 27 de noviembre de 2013

     El hombre se llamaba... Juan, por ejemplo. Obviamente ese no era su nombre pero, a pesar de la necesidad del anonimato, siempre ayuda a empatizar, a generar vínculos, el hecho de que el receptor de una historia disponga de un nombre, aunque sea falso, al que pueda asignarle una cara, incluso cuando ésta es la de un amigo o pariente que en nada se parece, realmente, a la del verdadero protagonista del relato. Vayamos pues, con Juan.
     Juan era un hombre de unos ochenta años, llevaba casado con Rocío, que tampoco se llama Rocío en verdad, más de cincuenta años; durante los últimos quince él se había hecho cargo de cuidar en exclusiva de ella. No habían tenido hijos y Rocío padecía Parkinson, además necesitaba acudir al ambulatorio dos veces por semana a causa de otra afección cardiaca; dependía totalmente de Juan. Pero, desde hacía unos meses, Juan no podía cumplir con todas sus obligaciones; una complicación coronaría le había llevado a perder una pierna y le había robado todas sus fuerzas hasta dejarle prácticamente postrado en la cama. Desde entonces Laura era quien se ocupaba de acompañar a Rocío y cuidar de ella. Laura era una muchacha que estudiaba enfermería y a la que pagaban un humilde 'sueldín' haciendo muchos números y más cabriolas con sus exiguas pensiones.
     Desde hacía semanas a Juan le rondaba por la cabeza cierta idea que le aterraba, a pesar de que cuanto más la contemplaba más lógica le parecía. Hace dos días, mientras Rocío se encontraba en el centro de salud, acompañada por Laura, Juan, finalmente, se decidió. Se había despedido, esa mañana, de Rocío con un largo beso que a ella le había recordado a los de cuando eran novios, hacía tanto tiempo..., y que había llevado a Laura a sentir sus ojos humedecerse. Tan pronto como ellas se fueron, se preparó una taza de café negro, como a él siempre le había gustado, que bebió muy despacio, saboreando cada trago como si fuese el último. Después, cuando hubo acabado, abrió el grifo del agua fría del fregadero de la cocina y aclaró la taza, se acercó a la ventana que daba a la calle; fuera brillaba el sol, sonrió, abrió una de las hojas, después la otra, se quitó las gafas con cuidado y las depositó sobre una mesita que había al lado, se subió con la ayuda de un taburete al alfeizar y, cerrando los ojos, saltó.

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