Mientras vosotros dormíais, ayer, antes de
que el sol despertase, yo salí a pasear; subí por la vieja carretera que sale
de mi ciudad, en dirección al valle vecino, pasando antes por un pequeño alto
desde el que es posible, en los días despejados en que la niebla no se ha
instalado ahí abajo, en la ciudad, ver todas las lucecitas que se encienden y
apagan en los edificios, cuando alguien se levanta en mitad de la noche para ir
a la cocina a buscar un vaso de agua, o al cuarto de baño a orinar. Cuando
llegué a lo alto de aquella subida, justo antes de doblar la última curva, me
giré y le eché un vistazo a mi ciudad; abajo -pensé- dormís todos vosotros,
mientras yo estoy aquí, a punto de ver nacer otro día. Después me volví, avancé
unos metros más y, al fin, pude ver con claridad ese otro valle, mucho más
grande, que se extiende a las espaldas de mi ignorante hogar; al fondo, lejos,
más allá de verdes prados y diminutas casas de campo, ríos y caminos
empedrados, se alzaban las majestuosas montañas que durante siglos habían
protegido a mis ancestros de los ataques invasores y que, con el tiempo,
terminaron por aislarnos del resto del mundo. Estaban completamente cubiertas
por una compacta masa blanca, nieve de febrero. Al cabo de unos instantes un
leve fulgor comenzó a asomar por detrás de estas montañas; en un rato -me dije-
el sol volverá a nacer, ya casi puedo sentir su caricia en mi rostro, ya casi
está aquí. Dos o tres minutos más tarde, el gigante astro al que los egipcios adoraron
hizo acto de presencia; yo sonreí.
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