IRREMEDIABLE
Para empezar, imagino, lo más correcto
sería organizarme; mis ideas, mis vivencias, quiero decir... lo que hasta el
momento he visto en este lugar tan... curioso -qué benévolo por mi parte, y a
la vez tan aséptico, que me da asco verme a frente a un espejo y pensar en que
ya sólo me suena de algo esa cara de pánfilo idiotizado y engreído que me
observa sin mucho interés, con desdén y chulería, creyéndose infinitamente
mejor que yo-.
La primera vez que estuve aquí terminé
borracho, besándome con cuatro, no, cinco mujeres, el novio de una de ellas y
uno de mis amigos. No negaré que la experiencia resultó tan divertida como
suena, con todos esos labios y esas lenguas danzando sin parar en un espacio
realmente reducido; pero el caso es que aquel tipo que reía mientras lamía
cocaína del pecho de una joven universitaria a la que acababa de conocer, no
era yo. Mi cara, mis manos, mi polla erecta y húmeda, mis nalgas apretadas, mi
lengua insaciable, efectivamente, pero no era yo.
Recuerdo otra visita en que me lie un porro
en medio de una discoteca llena de gente al tiempo que permitía que una
completa desconocida me hurgase en la bragueta; después de correrme en su mano,
me introdujo en uno de los bolsillos de mi americana un trocito de papel con su
número de teléfono. Lo tiré sin apenas echarle un vistazo.
En otra ocasión me follé a una de esas
rubias con mirada aborrecible y gesto de absoluto desprecio, sobre una mesa de
billar, ante la atenta mirada de diez o doce personas, camareros aparte. Cuando
terminé, pedí una pinta de cerveza que me bebí de un trago para acto seguido, a
voces, preguntar quién quería ser la siguiente; para sorpresa de algunos, una
morena de cabello ensortijado y nariz egipcia me tomó de la mano y me llevó al
cuarto de baño mientras me susurraba al oído "yo soy un poco tímida".
Indefectiblemente, siempre que partía, a la
mañana siguiente, al volante, rumbo al hogar, me sentía un ser despreciable, un
absoluto desconocido por el que todo lo que podía hacerse era llorar. Así
terminaba, antes o después, viéndome obligado a tomar la primera salida que
viese en la autopista, acuciado por la 'crecida' experimentada en las cuencas
de mis ojos; un viaje que normalmente llevaría hora y media, se convertía de
esta forma en una odisea moral, ética y sentimental de cuatro, cinco horas en
las que me veía forzado a detener mi marcha cada pocos kilómetros.
Al llegar a casa me prometía que aquella
había sido la última vez que me dejaba caer por allí, que nunca volvería a
pasearme por aquellas oscuras avenidas, ni visitaría sus lóbregos bares, no
hablaría jamás con otro camello ni haría tratos con otra desconocida vestida de
cuero negro ni entablaría conversaciones con personajes imaginarios salidos de
una novela de Bukovsky. No pensaba, jamás, caer de nuevo en la tentación de
enamorarme de un pensamiento o comenzar una relación con una idea.
Por desgracia, nunca conseguía mantenerme
en mis trece de no mantenerme en mis otras trece y, una noche más, arrancaba el
motor de mi coche y, rugiendo como un monstruo prehistórico, me abalanzaba
sobre la carretera hacia mi propio final, en busca de la más absoluta de las
decadencias, aquella sobre la que muchos hablan y muchos, muchísimos más,
callan forzados por el trágico -y habitual- desenlace de su obsesión.
Yo tuve suerte; en algún momento, a lo
largo de una noche especialmente cruel, un ángel recién caído del cielo -y por
ello, aún incorrupto- me encontró, se apiadó de mí tras observarme un rato, y
me rescató de mi mismo con un beso de esperanza y paz. Durante algún tiempo
fuimos felices...
Felices juntos, durante un tiempo, hasta
que una noche, cegado por la febril locura del abstemio, me propuse volver a
aquel lugar; nadie se interpondría en mi camino. Así que cogí las llaves, las
introduje en el contacto y pisé a fondo el acelerador.
Cuando regresé, dos días más tarde, me
encontré con la casa vacía; el ángel se había ido y, en su lugar, me había dejado
dibujado sobre el suelo del garaje, la silueta de dos alas rotas.
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