viernes, 5 de septiembre de 2014

IRREMEDIABLE
     Para empezar, imagino, lo más correcto sería organizarme; mis ideas, mis vivencias, quiero decir... lo que hasta el momento he visto en este lugar tan... curioso -qué benévolo por mi parte, y a la vez tan aséptico, que me da asco verme a frente a un espejo y pensar en que ya sólo me suena de algo esa cara de pánfilo idiotizado y engreído que me observa sin mucho interés, con desdén y chulería, creyéndose infinitamente mejor que yo-.
     La primera vez que estuve aquí terminé borracho, besándome con cuatro, no, cinco mujeres, el novio de una de ellas y uno de mis amigos. No negaré que la experiencia resultó tan divertida como suena, con todos esos labios y esas lenguas danzando sin parar en un espacio realmente reducido; pero el caso es que aquel tipo que reía mientras lamía cocaína del pecho de una joven universitaria a la que acababa de conocer, no era yo. Mi cara, mis manos, mi polla erecta y húmeda, mis nalgas apretadas, mi lengua insaciable, efectivamente, pero no era yo.
     Recuerdo otra visita en que me lie un porro en medio de una discoteca llena de gente al tiempo que permitía que una completa desconocida me hurgase en la bragueta; después de correrme en su mano, me introdujo en uno de los bolsillos de mi americana un trocito de papel con su número de teléfono. Lo tiré sin apenas echarle un vistazo.
     En otra ocasión me follé a una de esas rubias con mirada aborrecible y gesto de absoluto desprecio, sobre una mesa de billar, ante la atenta mirada de diez o doce personas, camareros aparte. Cuando terminé, pedí una pinta de cerveza que me bebí de un trago para acto seguido, a voces, preguntar quién quería ser la siguiente; para sorpresa de algunos, una morena de cabello ensortijado y nariz egipcia me tomó de la mano y me llevó al cuarto de baño mientras me susurraba al oído "yo soy un poco tímida".
     Indefectiblemente, siempre que partía, a la mañana siguiente, al volante, rumbo al hogar, me sentía un ser despreciable, un absoluto desconocido por el que todo lo que podía hacerse era llorar. Así terminaba, antes o después, viéndome obligado a tomar la primera salida que viese en la autopista, acuciado por la 'crecida' experimentada en las cuencas de mis ojos; un viaje que normalmente llevaría hora y media, se convertía de esta forma en una odisea moral, ética y sentimental de cuatro, cinco horas en las que me veía forzado a detener mi marcha cada pocos kilómetros.
     Al llegar a casa me prometía que aquella había sido la última vez que me dejaba caer por allí, que nunca volvería a pasearme por aquellas oscuras avenidas, ni visitaría sus lóbregos bares, no hablaría jamás con otro camello ni haría tratos con otra desconocida vestida de cuero negro ni entablaría conversaciones con personajes imaginarios salidos de una novela de Bukovsky. No pensaba, jamás, caer de nuevo en la tentación de enamorarme de un pensamiento o comenzar una relación con una idea.
     Por desgracia, nunca conseguía mantenerme en mis trece de no mantenerme en mis otras trece y, una noche más, arrancaba el motor de mi coche y, rugiendo como un monstruo prehistórico, me abalanzaba sobre la carretera hacia mi propio final, en busca de la más absoluta de las decadencias, aquella sobre la que muchos hablan y muchos, muchísimos más, callan forzados por el trágico -y habitual- desenlace de su obsesión.
     Yo tuve suerte; en algún momento, a lo largo de una noche especialmente cruel, un ángel recién caído del cielo -y por ello, aún incorrupto- me encontró, se apiadó de mí tras observarme un rato, y me rescató de mi mismo con un beso de esperanza y paz. Durante algún tiempo fuimos felices...
     Felices juntos, durante un tiempo, hasta que una noche, cegado por la febril locura del abstemio, me propuse volver a aquel lugar; nadie se interpondría en mi camino. Así que cogí las llaves, las introduje en el contacto y pisé a fondo el acelerador.
     Cuando regresé, dos días más tarde, me encontré con la casa vacía; el ángel se había ido y, en su lugar, me había dejado dibujado sobre el suelo del garaje, la silueta de dos alas rotas.

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