LA EDUCACIÓN
-Veamos...,
a ver si soy capaz, yo creo que sí, de hacerme entender,
-Ardo
en deseos -me suelta sin borrar esas estúpida sonrisa prepotente de su arrugada
cara-.
-He
sido padre hace unos meses...
-Ajá,
sí -me interrumpe-.
-...mi
hija ha empezado a gatear -continúo sin prestar atención a sus gestos de
superioridad prepotente-.
-Claro,
claro.
Silencio. Espero. Parece que no necesita
acotar nada más.
-¿Ves
este suelo lleno de orines de perro y vomitonas de adolescentes ebrios?
-Sí...
-duda-, aunque...
-Bueno
-esta vez soy yo quien no le permite continuar-, pues en un rato los dos
llegaremos a mi casa, donde mi hija se pasa el día entero arrastrándose
textualmente por todo el suelo; su boca, su cara, su lengua, rebozadas por
alfombras y parquet que en media hora tus sucias zapatillas habrán impregnado
de toda una colección de gérmenes.
Silencio, ahora es él quien parece esperar.
-Intuyo
que has adivinado hacia donde me dirijo -permanece callado, así que prosigo-;
la educación, la estúpida y falsa, engañosa educación tan socorrida y a la que
tanto nos gusta clamar, me impide, tan pronto como lleguemos a mi casa,
pedirte amablemente que te descalces, como yo lo haré, y dejes tus zapatillas
en lugar seguro y, de paso, a los gérmenes que con ellas viajan en dique seco,
lejos de la suave y delicada piel de mi hija.
Sonrío, él permanece en silencio, los ojos
abiertos, muy abiertos y mirando a un punto indeterminado de un plano inmenso
que se extiende tras de mí. Le hago un gesto, nos vamos a casa, camino a su
lado, en silencio, llegamos y...
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