viernes, 10 de octubre de 2014

LA EDUCACIÓN
-Veamos..., a ver si soy capaz, yo creo que sí, de hacerme entender,
-Ardo en deseos -me suelta sin borrar esas estúpida sonrisa prepotente de su arrugada cara-.
-He sido padre hace unos meses...
-Ajá, sí -me interrumpe-.
-...mi hija ha empezado a gatear -continúo sin prestar atención a sus gestos de superioridad prepotente-.
-Claro, claro.
     Silencio. Espero. Parece que no necesita acotar nada más.
-¿Ves este suelo lleno de orines de perro y vomitonas de adolescentes ebrios?
-Sí... -duda-, aunque...
-Bueno -esta vez soy yo quien no le permite continuar-, pues en un rato los dos llegaremos a mi casa, donde mi hija se pasa el día entero arrastrándose textualmente por todo el suelo; su boca, su cara, su lengua, rebozadas por alfombras y parquet que en media hora tus sucias zapatillas habrán impregnado de toda una colección de gérmenes.
     Silencio, ahora es él quien parece esperar.
-Intuyo que has adivinado hacia donde me dirijo -permanece callado, así que prosigo-; la educación, la estúpida y falsa, engañosa educación tan socorrida y a la que tanto nos gusta clamar, me impide, tan pronto como lleguemos a mi casa, pedirte amablemente que te descalces, como yo lo haré, y dejes tus zapatillas en lugar seguro y, de paso, a los gérmenes que con ellas viajan en dique seco, lejos de la suave y delicada piel de mi hija.
     Sonrío, él permanece en silencio, los ojos abiertos, muy abiertos y mirando a un punto indeterminado de un plano inmenso que se extiende tras de mí. Le hago un gesto, nos vamos a casa, camino a su lado, en silencio, llegamos y...

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