Escribía reseñas de estúpidas novelas
predestinadas a convertirse en super-ventas, que nunca llegaba a leer del todo,
para ganarse la vida. No era un gran trabajo, le obligaba a invertir demasiado
tiempo en ojear un montón de atroces obras que terminaban levantándole dolor de
cabeza, desde luego no era uno de los más populares en presentaciones y demás
encuentros literarios, se creaba enemistades perpetuas a costa de su
sinceridad. Tampoco estaba generosamente remunerado, aunque al menos ganaba lo
suficiente para sostener su austero modo de vida y, de cuando en cuando, tenía
la suerte de encontrarse con alguna grata sorpresa editorial; precisamente eso
fue lo que pensó -vaya fortuna la mía, al fin algo realmente bueno- cuando cayó
en sus manos aquella novelucha mal maquetada, que recordaba a aquellos
nostálgicos libritos destartalados de tarde de domingo lluvioso que aún pueden
encontrarse en cualquier mercadillo o librería de viejo. Después de dudar
durante un rato, terminó dándole una oportunidad -aunque sólo sea porque me
recuerda aquellas historias policiacas que leía mi abuela-, algo que, al cabo
de cuatro horas de lectura apasionada y feroz como no lo había sido ninguna
otra en años, celebró.
Redactó una gran crítica, nada le había
impresionado tanto desde 'Lo peor de todo', de Ray Loriga; ensalzó el estilo
ágil y tremendamente visual, el vocabulario selecto e inconformista, el ritmo
veloz y el sano humor ácido. Aún así, cuando puso el punto final a su escrito,
no puedo evitar sentir una ligera tristeza: este libro, pensó, este genial
libro no alcanzará el Olimpo; su tiempo pasó hace uno... o dos... siglos.
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