sábado, 29 de noviembre de 2014

     Escribía reseñas de estúpidas novelas predestinadas a convertirse en super-ventas, que nunca llegaba a leer del todo, para ganarse la vida. No era un gran trabajo, le obligaba a invertir demasiado tiempo en ojear un montón de atroces obras que terminaban levantándole dolor de cabeza, desde luego no era uno de los más populares en presentaciones y demás encuentros literarios, se creaba enemistades perpetuas a costa de su sinceridad. Tampoco estaba generosamente remunerado, aunque al menos ganaba lo suficiente para sostener su austero modo de vida y, de cuando en cuando, tenía la suerte de encontrarse con alguna grata sorpresa editorial; precisamente eso fue lo que pensó -vaya fortuna la mía, al fin algo realmente bueno- cuando cayó en sus manos aquella novelucha mal maquetada, que recordaba a aquellos nostálgicos libritos destartalados de tarde de domingo lluvioso que aún pueden encontrarse en cualquier mercadillo o librería de viejo. Después de dudar durante un rato, terminó dándole una oportunidad -aunque sólo sea porque me recuerda aquellas historias policiacas que leía mi abuela-, algo que, al cabo de cuatro horas de lectura apasionada y feroz como no lo había sido ninguna otra en años, celebró.
     Redactó una gran crítica, nada le había impresionado tanto desde 'Lo peor de todo', de Ray Loriga; ensalzó el estilo ágil y tremendamente visual, el vocabulario selecto e inconformista, el ritmo veloz y el sano humor ácido. Aún así, cuando puso el punto final a su escrito, no puedo evitar sentir una ligera tristeza: este libro, pensó, este genial libro no alcanzará el Olimpo; su tiempo pasó hace uno... o dos... siglos.

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