domingo, 19 de abril de 2015

CONSECUENCIAS
     Yo era donante, eso es lo más gracioso del asunto. Tal vez el detalle no parezca importante, pero tenedlo en cuenta: yo era donante de sangre.
* * *
     Llevaba todo el invierno sin soltar un estúpido resfriado por culpa de mi animadversión a los fármacos. "No pienso tomar ni una maldita pastilla -decía yo después de seis semanas tosiendo, estornudando y moqueando-; ya mejoraré cuando llegue el buen tiempo". La cuadragésimo séptima tarde, coincidiendo con el estornudo número seiscientos veintiocho, recibí una llamada telefónica de la unidad de donantes de sangre de mi comunidad informándome de que mi sangre -no la mía en concreto, sino mi tipo de sangre- escaseaba.
-¿Puede pasarse a echarnos un cable? -me preguntó la amable señorona al otro lado del aparato telefónico-.
-Lo siento -respondí-, llevo unos días con un buen constipado.
-No se preocupe, cuando mejore...
Y colgó. Recuerdo que pensé "cuando llegue el buen tiempo".
     Esa misma tarde salí a correr. Llovía, mucho, demasiado; un coche patinó cuando su conductor pisó el freno en una curva cerrada por la que yo trotaba confiado. Me pasó por encima; así que ahí estoy yo, tendido en el suelo, desangrándome, esperando una ambulancia que me llevará a un hospital en el que no podrán hacer nada para salvarme, básicamente porque no disponen de una sola gota de sangre de mi tipo. Y yo estornudo por última, o puede que penúltima vez en mi vida, y digo en voz alta "cuando llegue el buen tiempo".

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