sábado, 11 de abril de 2015

-Un dios, un auténtico dios dorado.
-Como Jimmy Page... cien años antes.
-Sí, cien años antes.
     Hablaban de Tchaikovsky; cuatro muchachos desmelenados, con chaquetas de cuero y botas camperas, exaltados por imperativo de la eternamente joven noche avanzada, ensalzando el recuerdo del genio ruso que revolucionó y evolucionó la música rusa hasta llevarla a las puertas del siglo XX.
-Qué me decís de su 'Obertura 1812'; genial amigos, ¡genial!
-Sí, 1812... y esa patada en las pelotas al capullo de Napoleón.
-Y al corrupto ese.
-¿Quién?
-Grévy, Jules Grévy.
-Sí, un dios dorado. Como Jimmy Page cien años después de él.
-O como Bach ciento y pico antes.
     Tchaikovsky, hermano de Anatoli, el perfeccionista obsesivo, la respuesta al Grupo de los Cinco, el homosexual tranquilo. Tchaikovsky, toda una 'pop-star' en la Rusia zarista de los Alejandros -II primero, III después-, la Madonna de la música sinfónica, el Dylan de la orquestación que no llegó a vivir lo suficiente para disfrutar de algunas de sus piezas tal y como las había concebido. Tchaikovsky, el maestro distante, el hombre comedido aunque impulsivo, calmado a la vez que nervioso, asustado y decidido; Tchaikovsky, el hombre -y punto-.
     Y más de cien años después de su muerte, en este rincón lleno de ruido de la oscura noche salmantina, a tres grados bajo cero, cuatro veinteañeros resucitando su memoria o su legado o su... su simple esencia. Qué más contar.

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