-Un
dios, un auténtico dios dorado.
-Como
Jimmy Page... cien años antes.
-Sí,
cien años antes.
Hablaban de Tchaikovsky; cuatro muchachos
desmelenados, con chaquetas de cuero y botas camperas, exaltados por imperativo
de la eternamente joven noche avanzada, ensalzando el recuerdo del genio ruso
que revolucionó y evolucionó la música rusa hasta llevarla a las puertas del
siglo XX.
-Qué
me decís de su 'Obertura 1812'; genial amigos, ¡genial!
-Sí,
1812... y esa patada en las pelotas al capullo de Napoleón.
-Y
al corrupto ese.
-¿Quién?
-Grévy,
Jules Grévy.
-Sí,
un dios dorado. Como Jimmy Page cien años después de él.
-O
como Bach ciento y pico antes.
Tchaikovsky, hermano de Anatoli, el
perfeccionista obsesivo, la respuesta al Grupo de los Cinco, el homosexual
tranquilo. Tchaikovsky, toda una 'pop-star' en la Rusia zarista de los
Alejandros -II primero, III después-, la Madonna de la música sinfónica, el
Dylan de la orquestación que no llegó a vivir lo suficiente para disfrutar de
algunas de sus piezas tal y como las había concebido. Tchaikovsky, el maestro
distante, el hombre comedido aunque impulsivo, calmado a la vez que nervioso,
asustado y decidido; Tchaikovsky, el hombre -y punto-.
Y más de cien años después de su muerte, en
este rincón lleno de ruido de la oscura noche salmantina, a tres grados bajo
cero, cuatro veinteañeros resucitando su memoria o su legado o su... su simple
esencia. Qué más contar.
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