LOS PROPIOS DIOSES
Permítanme que les induzca a la reflexión.
La percepción que tienen de mí, aquello que opinan sobre toda mi vida, viene dado
por aquello que deducen de unos pocos detalles; muy pocos de hecho, podríamos
decir que todo lo que piensan de mí, se debe a cuatro detalles.
Yo
soy escritor. Decir esto es lo mismo que decir que soy el señor Lozano: cierto
pero impreciso; puede que, incluso, innecesario e irrelevante. Soy escritor,
sí, pero no es de eso de lo que vivo. No, lo que lleva comida a mi mesa y pone
un techo sobre mi cabeza no es escribir, sino limpiar cristales. Dicho esto,
éste podría ser el más revelador escrito que van a leer en toda su vida (he
aquí el primer 'detalle' que van a utilizar para definirme como engreído, aún
cuando puede que terminen dándome la razón).
Continuemos. Yo podría decirles ahora
mismo, que acabo de cruzarme con un hombre oriental trajeado mientras yo
cargaba un cubo lleno de agua y útiles de limpieza y una pesada escalera
articulada, que estoy hasta los cojones de ver chinos empresarios exentos de impuestos pasearse por mi ciudad
luciendo sus trajes baratos y sus cigarrillos americanos. Entonces ustedes me
tomarían por racista, dando por sentado que esto mismo lo pienso a menudo y no
sólo hoy, que estoy cansado y enfadado por culpa del mismo cansancio. Si además
dijese que cualquier día la emprendo a puñetazos con cualquiera de esos maniquís,
ustedes no pensarán que temo sucumbir algún día a mi estrés, sino que soy un
tipo violento que lleva a cabo diariamente un arduo ejercicio de auto-control
para reprimir sus sanguinarios instintos.
Así somos, los hombres. Así son ustedes; no
se engañen, así son todos ustedes: resumimos meses de investigaciones
sumariales en una opinión nacida de la lectura de un par de periódicos,
entronamos y pisoteamos a figuras del cine o el deporte por una sonrisa o un
mal gesto, condenamos y perdonamos la vida por una simple palabra. Una simple
palabra. Nuestra visceralidad ocasional -y claramente irrealizable- convertida
en prueba culpable ante el jurado popular. Veredicto unánime sin atención a los
atenuantes o al interlineado. El hombre del siglo veintiuno es así, conoce las
intenciones del prójimo mejor que las propias, distingue el bien del mal sin
posibilidad de duda, ve mucho más allá de tus intenciones futuras, trabaja con
variables imposibles; termina por convertirse en su propio dios, capaz de
juzgar a cualquiera que, hace tan sólo dos minutos, se atreviera a llamarse
"su igual".
No hay comentarios:
Publicar un comentario