martes, 22 de septiembre de 2015

LOS PROPIOS DIOSES
     Permítanme que les induzca a la reflexión. La percepción que tienen de mí, aquello que opinan sobre toda mi vida, viene dado por aquello que deducen de unos pocos detalles; muy pocos de hecho, podríamos decir que todo lo que piensan de mí, se debe a cuatro detalles.
Yo soy escritor. Decir esto es lo mismo que decir que soy el señor Lozano: cierto pero impreciso; puede que, incluso, innecesario e irrelevante. Soy escritor, sí, pero no es de eso de lo que vivo. No, lo que lleva comida a mi mesa y pone un techo sobre mi cabeza no es escribir, sino limpiar cristales. Dicho esto, éste podría ser el más revelador escrito que van a leer en toda su vida (he aquí el primer 'detalle' que van a utilizar para definirme como engreído, aún cuando puede que terminen dándome la razón).
     Continuemos. Yo podría decirles ahora mismo, que acabo de cruzarme con un hombre oriental trajeado mientras yo cargaba un cubo lleno de agua y útiles de limpieza y una pesada escalera articulada, que estoy hasta los cojones de ver chinos empresarios  exentos de impuestos pasearse por mi ciudad luciendo sus trajes baratos y sus cigarrillos americanos. Entonces ustedes me tomarían por racista, dando por sentado que esto mismo lo pienso a menudo y no sólo hoy, que estoy cansado y enfadado por culpa del mismo cansancio. Si además dijese que cualquier día la emprendo a puñetazos con cualquiera de esos maniquís, ustedes no pensarán que temo sucumbir algún día a mi estrés, sino que soy un tipo violento que lleva a cabo diariamente un arduo ejercicio de auto-control para reprimir sus sanguinarios instintos.
     Así somos, los hombres. Así son ustedes; no se engañen, así son todos ustedes: resumimos meses de investigaciones sumariales en una opinión nacida de la lectura de un par de periódicos, entronamos y pisoteamos a figuras del cine o el deporte por una sonrisa o un mal gesto, condenamos y perdonamos la vida por una simple palabra. Una simple palabra. Nuestra visceralidad ocasional -y claramente irrealizable- convertida en prueba culpable ante el jurado popular. Veredicto unánime sin atención a los atenuantes o al interlineado. El hombre del siglo veintiuno es así, conoce las intenciones del prójimo mejor que las propias, distingue el bien del mal sin posibilidad de duda, ve mucho más allá de tus intenciones futuras, trabaja con variables imposibles; termina por convertirse en su propio dios, capaz de juzgar a cualquiera que, hace tan sólo dos minutos, se atreviera a llamarse "su igual".

No hay comentarios:

Publicar un comentario