GOODBYE DAVID
Hay quien nace... incapaz para cierto tipo
de relaciones humanas.
Comienzo a escribir estas líneas sentado en
un rincón de una gran cafetería cuando, desde el extremo opuesto, la televisión
me informa de que David Bowie, quien fuera número uno en las listas británicas
el día en que yo nací, ha fallecido a los sesenta y nueve años. Cáncer. Con
todo lo que el tío debió de meterse durante... veinte o treinta años. Cáncer.
Dieciocho meses luchando contra él; o con él, codo con codo: muy Bowie, muy Ziggy.
Yo iba a escribir -así había comenzado, de
hecho- acerca de la labilidad emocional y sus parientes más próximos: egoísmo e
incapacidad emotiva. El caso es que Bowie ha muerto y me he quedado parado
pensando y recordando, así que el tiempo ha transcurrido sin mí y ahora
encuentro que mi descanso de café y cuaderno tiene que acabar; porque debo
volver al trabajo. Adiós a mi ensayo acerca de los témpanos humanos. Maldigo el
trabajo, maldigo el cáncer, maldigo al mismo Bowie y me maldigo a mi mismo;
porque, en el fondo, todos somos igual de culpables en esto de descuidar el
futuro de la Humanidad.
David Robert Jones se va dos días después de
lanzar al mercado 'Blackstar', un último trabajo arriesgado y estudiado -que
habrá que estudiar con mimo y esmero-, milimétricamente calculado, como sólo el
Duque Blanco sabía hacerlo: su carta de despedida o testamento y última
voluntad musical o un guiño más para dejar claro qué era lo que recorría la
avenidas neuronales de este genio británico. Un broche final de lujo para el único grande que se ha ido con un gran final.
Esta noche, supongo, me tomaré un trago a
la salud del bueno de David mientras observo como mi hija baila al ritmo del 'Life
on Mars' o del 'Rock and Roll suicide'. Fin de otro día más, otra vez. Adiós
David, buenas noches.
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