CUALQUIER DÍA
"Cualquier día lo mando todo a la
mierda y me largo"; un sueño, una promesa incumplida sistemáticamente, una
declaración de intenciones que nace mutilada.
Lo tenía claro, y aún así no podía
evitarlo: Jacobus Stolz estaba harto de su insignificante y veloz vida. Poseía
una fructífera y estúpida empresa con varias decenas de trabajadores que
ocupaban sus jornadas apretando tuercas de máquinas cuya utilidad era un
completo misterio. Cada día, desde bien temprano, Stolz se dedicaba a revisar
todas y cada una de esas tuercas, minuciosamente, más como un maniaco que como
un gerente cualquiera; así, día tras día, durante quince años. Hastiado,
Jacobus fantaseaba -y a menudo amenazaba- con levantarse una mañana y
desaparecer con unos cuantos miles de euros ahorrados y una maleta con algo de
ropa para sus dos hijos, su mujer y él mismo. Los secuestraría, pensaba, y les
regalaría la libertad, una oportunidad en otro lugar, con otro nombre; una nueva
vida. Sin cartas de despedida. Hay que aclarar que el pobre Stolz sabía que, de
llevar a cabo su huída, tendría que 'secuestrar' obligatoriamente a su esposa,
ocultándole en todo momento sus verdaderos planes. Bien sabía él que también
ella, secretamente, soñaba con escapar de aquella trampa maldita en la que,
casi sin darse cuenta, llevaba metida diez años; no era fácil ser la compañera
de un escritor frustrado, triste y gris, que regresaba cada jornada a sus
brazos con la cabeza gacha, perdido en lamentos y maldiciones por saberse, cada
día, un poquito más lejos de sus expectativas. Por desgracia, y a pesar de
todo, ella aún no había tocado fondo; era mucho más fuerte que él, y esa
fuerza, precisamente, la mantenía atada a todos los convencionalismos que tan
desgraciada le hacían sentir: familia, trabajo, posición... el mundo.
Así que Jacobus Stolz, que se dedicaba a
mentirse y trampearse a si mismo jornada sí, jornada también, comenzaba todas
las semanas cumpliendo con un ritual que sólo para él tenía algún sentido. Cada
lunes, a las siete en punto de la mañana, cruzaba el umbral de la Cafetería
Gredos, lugar en el que había ambientado los primeros pasajes de su única
novela publicada -doce años atrás-, pedía un café solo y tomaba asiento en la
mesa más alejada del ruido del televisor que se empeñaba en escupir noticias
que nada le importaban; allí abría un viejo cuaderno que le había regalado
hacía mucho tiempo su padre, el único que alguna vez había creído en sus
posibilidades como escritor, pensaba él, y vertía algo de tinta sobre una de
sus páginas. Después de media hora levantaba la vista, los ojos rojos, llenos
de lágrimas, pagaba y se encaminaba a su oficina. Comenzaba una nueva semana. A
cada paso canturreaba, silbaba una vieja melodía de Tchaikovsky; cualquier día,
susurraba, cualquier día.
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