El jamón de york tiene pelusa; una suerte
de finísima manta blanca y azul acaricia mis dedos mientras despego lonchas antes de tirarlas a
la basura. En la televisión Cristina F. comienza su descenso en picado hacia
algún lugar próximo al infierno. Rajoy se 'raja' en el último momento y Albert
y Pedro..., bueno, cada cual a lo suyo. Todos seguimos en nuestros trece. Yo
escribo estas líneas con el único propósito de despedirme con algo de dignidad
del respetable, quizá incluso con algo de... ¿interés, emoción? Apenas han
pasado unos pocos días desde que tomé la decisión de dar carpetazo a este
capítulo de mi vida y, sin darme cuenta, ya hemos llegado a la meta. En la radio
David, otra vez; a mí no me importa que su muerte haya vuelto a ponerle de
moda, tanto mejor. Aún no consigo acostumbrarme a un mundo sin él, obligarme a
la certeza de que ya nunca podré verle en directo; en cierto sentido siento que
digo adiós porque él se ha ido. El día que yo nací, hace hoy veintidieciséis
años, él era el número uno en las listas de éxitos del Reino Unido; eso marca. El
estruendo de una estantería cargada de libros que se abalanzan sobre el suelo
al ceder ésta por el excesivo peso de la cultura, me saca de este último
ensimismamiento: va siendo hora de decir adiós. Mañana... el proceso seguirá: caminaré
por las viejas calles conocidas, correré cuesta arriba, transitaré la oscuridad
en silencio y rigurosa soledad; haré lo mío, que es lo que me gusta, para lo
que he nacido. La última tecla se resiste, ¿por qué? Cuestión de supervivencia.
Tómense, si así lo desean, un último trago a mi salud -hoy invito yo-; beban y
rían mientras puedan: esta noche el mundo sale a la venta y tarde o temprano
alguien se lo llevará de calle, como si de una prostituta drogada se tratase, a
precio de saldo. Esto, no obstante, no es un epitafio; ante todo, no es un
epitafio. Por mucho que a los Hitler y Stalin de este tiempo, los Putin y los
Trump, les pueda incordiar, este no es el final de nada. Sencillamente se trata
de una despedida más: adiós.
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