PRIMERA
INCURSIÓN EDITORIAL
DE UN TIPO LLAMADO JACOB MARTÍN
Lo había dado todo en aquella novela;
durante casi un año de su vida, no había habido ni un solo minuto en el que
Jacob no le dedicase hasta la última neurona de su maltrecho cerebro a la
composición de su gran debut, de su primera incursión en el mundo del arte
supremo, aquel que incluso nuestro Señor animó a practicar a sus primeros y más
destacados profetas, la Literatura.
Después del proceso creativo, tan
reconfortante como exigente, tan estimulante como agotador, llegó la más
patente y absoluta de las frustraciones; después de comprobar que el mundo
editorial no estaba por la labor de abrir sus puertas a alguien nuevo que
careciese de la debida recomendación o, aún mejor, del apadrinamiento por
cuenta de un Eduardo Mendoza o un Ray Loriga, se decidió por la temible ‘auto-publicación’.
Cuatro meses de desasosiego, frenesí, insomnio y malestar general, en los que
descubrió que para que un escritor novel pueda editar su propia obra, debe
lidiar con formularios y formulismos controlados por una agencia comandada por
las principales editoriales no-independientes del país, Jacob consiguió ver, al
fin, como su obra tomaba forma física y legal. Para entonces ya había establecido
contacto con algunas librerías en las que podía depositar unos ejemplares de su
libro a fin de ofrecérselo al público en general.
El tiempo pasó; un año después de haber
realizado una entrega en una de las librerías más importantes de su ciudad
natal, la ilustre Librería Don Quijote, recibió un correo electrónico en el que
le invitaban a aproximarse a la citada librería a fin de recoger algunos
ejemplares ‘sobrantes’ y ‘liquidar’ las ventas realizadas hasta la fecha. Mientras
salía por la puerta de la sección de contabilidad, donde le habían devuelto
incluso una copia de prueba, con la que había obsequiado al gerente, Jacob Martín,
que empezaba a sentirse abocado a un futuro de escritos ocultos en cuadernos de
cartoné que no verían jamás otros ojos que no fuesen los suyos, no pudo evitar
permitir que una salada lágrima se le escapase y deslizase por su cara, convirtiendo
a su paso, su rostro, en el yermo semblante de un anciano de apenas treinta
años.
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