ASCENSORES
DE TRES PLANTAS
Lucinda Williams ha empezado a sonar en
el equipo de música del salón, me siento justo al lado de los altavoces, con
una copa de vino riojano y un libro de Jean-Michel Guenassia a mano; al fin
estoy en casa, lejos –aunque tan sólo a la distancia del grosor de las paredes
de mi hogar- de un mundo empeñado en exterminarse, poco a poco, a si mismo.
Al principio fuimos cazadores; corríamos
para conseguir comida y perpetuar la especie. Después inventamos la rueda,
iniciando con ella el movimiento del progreso y, más tarde, vehículos sobre los
que desplazarnos cómodamente sentados; entonces comenzamos a abandonar nuestra
vieja costumbre de competir en velocidad contra cualquier otra especie animal. Nos
acomodamos, llevamos haciéndolo más de dos mil años.
Puedo sentir el paso de toda nuestra
Historia dentro de mí esta noche.
Lentamente empezamos a asumir que cada
nuevo avance estaba destinado, no a la ayuda o al apoyo de aquellos que por
cuestiones de enfermedad o edad lo precisaban, sino a permitirnos reservar
nuestras energías intactas para momentos de verdadera necesidad; nos
anquilosamos, nos abotargamos. Aceleramos vertiginosamente nuestra decadencia.
Me pregunto para qué sirve un ascensor,
cual es su verdadera utilidad, ¿prevenir las lesiones de rodilla de un niño de
doce años que llega de clase de inglés y vive en un segundo piso, o facilitarle
a un anciano que suba hasta su casa, en ese mismo segundo piso, las cuatro
bolsas de la compra cargadas de patatas, cartones de leche, huevos y latas de
conservas?
¿Es ésta la auténtica naturaleza del
hombre; buscar su comodidad aún a costa de su supervivencia, de su calidad de
vida, de su realización; obviar la satisfacción de los objetivos conseguidos a
través de la voluntad y su ejercicio? Tal vez simplemente esté hablando de
ascensores de veinte mil euros en edificios de tres plantas, aunque puede que
debajo de ellos haya algo más que un simple hueco para maquinaria; ¿tal vez, una
gran tumba para toda la Humanidad?
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