DIARIO
DE UN ALCOHÓLICO
Acepté aquel trabajo sin pensármelo. Tenía
que madrugar bastante, pero, por otra parte, eso me permitía ser todo lo
chapucero que me viniese en gana; al fin y al cabo, jamás pasaba nadie tan
pronto por aquel portal como para darse cuenta de que en realidad no hacía más
que tocarme las narices, leer el periódico y echarle la culpa de la suciedad,
siempre, al ‘pedazo de cabrito’ del reparto y las sucísimas ruedas de goma, en
proceso de desintegración, de su carrito.
A las doce del mediodía estaba fuera. Nada
más salir del portal, a dos metros, había una cafetería de lo más ‘chic’ en la
que servían un rioja bien bueno por sólo un euro; solía tomarme tres antes de
que diese la una de la tarde. Entonces me dirigía a casa; por el camino paraba
a tomarme unas cuantas copas más de vino, a veces incluso un par de botellas
enteras. Para cuando llegaba el alcohol ya había comenzado a hacer su trabajo y
no tenía mucha hambre, así que me preparaba algo –generalmente un sándwich o
una ensalada-, me sentaba en mi sillón y me ponía a leer. Me pasaba así la
tarde entera, leyendo y bebiendo; Dostoyevski con cerveza, Hemingway con vino
tinto, blanco de Rueda para Flaubert y Vian, escocés con Bukowski, Dos Passos y
licor café. A eso de las doce de la noche solía despertarme, recogía todo el
estropicio y me dejaba caer encima del colchón –rara vez debí de meterme bajo
las sábanas-, dormía durante las tres o cuatro horas siguientes, hasta que
sonaba el despertador y todo volvía a empezar.
Vaya, cómo me gustaba aquel trabajo…
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