martes, 5 de marzo de 2013


DIARIO DE UN ALCOHÓLICO
        Acepté aquel trabajo sin pensármelo. Tenía que madrugar bastante, pero, por otra parte, eso me permitía ser todo lo chapucero que me viniese en gana; al fin y al cabo, jamás pasaba nadie tan pronto por aquel portal como para darse cuenta de que en realidad no hacía más que tocarme las narices, leer el periódico y echarle la culpa de la suciedad, siempre, al ‘pedazo de cabrito’ del reparto y las sucísimas ruedas de goma, en proceso de desintegración, de su carrito.
        A las doce del mediodía estaba fuera. Nada más salir del portal, a dos metros, había una cafetería de lo más ‘chic’ en la que servían un rioja bien bueno por sólo un euro; solía tomarme tres antes de que diese la una de la tarde. Entonces me dirigía a casa; por el camino paraba a tomarme unas cuantas copas más de vino, a veces incluso un par de botellas enteras. Para cuando llegaba el alcohol ya había comenzado a hacer su trabajo y no tenía mucha hambre, así que me preparaba algo –generalmente un sándwich o una ensalada-, me sentaba en mi sillón y me ponía a leer. Me pasaba así la tarde entera, leyendo y bebiendo; Dostoyevski con cerveza, Hemingway con vino tinto, blanco de Rueda para Flaubert y Vian, escocés con Bukowski, Dos Passos y licor café. A eso de las doce de la noche solía despertarme, recogía todo el estropicio y me dejaba caer encima del colchón –rara vez debí de meterme bajo las sábanas-, dormía durante las tres o cuatro horas siguientes, hasta que sonaba el despertador y todo volvía a empezar.
        Vaya, cómo me gustaba aquel trabajo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario