Aitor no debería estar ausente hoy; él me
regaló la idea de la utopía, la voz rota en directo, la fuerza cuando más la
necesité. Él debería estar aquí para ser padrino de mi primer hijo, para ser
testigo de mis vanos intentos por alcanzar la trascendencia, por cambiar algo.
Aitor debería estar aquí para sonreír
conmigo, hemos ganado tronco; puede que lo haga -sonreír por mí-, que lo esté
haciendo en este preciso instante, desde alguna estrella, allá arriba.
A él le hubiese gustado oír este último disco
del Loco, o el de Quique, y eso que no sé si alguna vez llegó a conocerle.
Aitor debería estar aquí hoy..., y puede
que sea así. Tal vez él ande por aquí cada vez que me pongo una americana con
pantalones vaqueros, igual que mi abuelo se pasea por los bares que frecuento
cuando salgo de casa con corbata y nudo windsor.
Aitor debe de estar aquí, en algún lugar,
por el simple hecho de haberse quedado instalado en mi memoria, escondido entre
las páginas de cada cuaderno que escribo, paseándose por mi salón cuando
tenemos visita y pongo viejos vinilos de Johnny Cash o Neil Young, sujetándome
cuando el vino tinto empieza a hacerme tropezar, como mi abuela acaricia mis
cabellos cuando no puedo más y estoy a punto de reventar.
Aitor anda por aquí, no puedo dudarlo, lo
hace siempre que quedamos Aca y yo -y él- delante de un café o una cerveza y
nos reímos recordando las estupideces que un día fueron el mejor de los
motivos para comenzar una guerra y combatir a los feroces enemigos de la
verdad.
Aitor vive, lo sé, y seguirá vivo mientras
me quede sangre caliente revolucionándose por mis venas, buscando respuestas
que a nadie más importan, empeñándose en aguantar un poco más, hasta que el sol
vuelva a asomar entre las nubes y nos regale, una vez más, la esperanza de su
promesa.
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