martes, 2 de julio de 2013

¿PACO...?
     La primera vez que entré allí debía tener quince, puede que dieciséis años; era una cena de Navidad que habían organizado unos compañeros del colegio para que todo el curso se reuniese y 'saliésemos' el último día de clase del año. En aquellos días Paco aún no regentaba el local, aún debía pasar por allí otro gerente antes de que él hiciese acto de presencia.
     De aquella noche recuerdo poca cosa; que cenamos bien y bebimos mucha sangría, que fue la primera vez que probé el tequila y también la noche en que conocí a Diego, supuesto primo comunal que todos nosotros compartíamos y que acababa de llegar de Bilbao con 'chocolate' del bueno. A eso de las dos de la madrugada mi padre fue a recogerme a la Plaza de América con su coche; cuando llegó yo llevaba un rato esperándole así que no tuvo que parar el motor, me metí dentro rápidamente y casi me pego un golpe con la puerta, él me preguntó si estaba borracho, yo me reí y le dije que no. Mentía.
     Durante los años siguientes las citas navideñas se sucedieron, los eventos se multiplicaron hasta llegar a los cinco o seis al año; después de un tiempo, incluso algún que otro viernes me acercaba hasta aquella cervecería al caer la tarde para tomarme una buena pinta de cerveza yo solo, aunque solía terminar charlando con alguien. Era fácil sentirse como en casa, en aquel lugar uno siempre encontraba amigos.
     Entonces llegó Paco y, al poco tiempo, yo me fui a vivir muy cerca, así que las visitas esporádicas se tornaron rituales semanales -de fin de semana en honor a la verdad-. Poco a poco conseguí arrastrar conmigo a algunos amigos, los pocos que aún no frecuentaban aquel lugar. Solíamos debatir en la barra acerca de filosofía y literatura, jarra de cerveza en mano, antes de sentarnos a una mesa algo apartada del resto y degustar exquisitas viandas que dudo mereciésemos. La cena se alargaba hasta la una o las dos entre chupitos de avellana o pacharán, cafés solos, copas de Jack Daniel's, cigarros puros y canciones de Tom Petty saliendo de un teléfono móvil prediluviano.
     Recuerdo que en cierta ocasión acudí allí en zapatillas y envuelto en una bata de cuadros escoceses. Tampoco puedo olvidar que mi mujer y yo nos pasamos dos días limpiando el papel pintado de las paredes cuando la ley anti-tabaco se hizo total.

     Ahora, unos dieciséis o diecisiete años después de aquella primera noche, el Trisquel echa el cierre -cosas de la crisis- y siento como varias docenas de miradas se vuelven hacia mí, esperando quizá, que le dirija unas palabras llenas de nostalgia a tan insigne lugar y a Paco, nuestro querido anfitrión. Podría hacerlo, tal vez debiera escribir un poema de lo más trágico y hacerles a todos llorar, pero no pienso prestarme a la falsa teatralidad. El Trisquel, por encima de todo, fue un lugar de amistad, de hermandad, de amor, un sitio en el que todos nosotros pudimos ser, sencillamente, nosotros mismos -honestos y auténticos- y en el que sentirnos, de vez en cuando, los reyes de todo lo que nos importaba realmente. Jamás fue un lugar triste en el que llorar, hoy no derramaré ni una sola lágrima en su honor, al contrario, pienso emborracharme, poner un disco de Tom Petty en mi anticuado equipo de música y reír como si de mi alegría dependiese el destino de toda la Humanidad. Más tarde puede que les escriba un mensaje a todos mis viejos amigos  para decirles '¡SALUD!'.

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