domingo, 13 de octubre de 2013

DESENCANTO (REFLEXIÓN)
     Desencanto, dice la Real Academia Española de la Lengua, es, sencillamente, sinónimo de decepción y desilusión; innecesario resulta, al parecer, malgastar más palabras en su definición. En mi opinión hay algo más; desencanto es la sensación de apatía y pesadumbre, cercana a la propia de la depresión, que suele embriagar a determinadas personas tras haber sufrido repetidas decepciones de índole tanto personal como social.
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     Primero se rompe la normalidad, aquello que uno daba por sentado deja de ser certeza, se tambalea, cae. Comienza así un periodo de incertidumbre, una travesía llena de dudas, nada de caminar con certeza, paso firme y seguro. La decepción, que bien podría llevarte a la acción -una acción extrema, instintiva, irracional e irreflexiva, desordenada-, termina por dar paso a la apatía, a la impasibilidad del ánimo; cualquier cosa es mejor que la desolación, incluso la peligrosa indolencia. Eso es, al menos, lo que uno tiende a pensar cuando la causa del abatimiento se prolonga en el tiempo demasiado.
     En todo este proceso, en algún lugar del camino, uno decide apartar el recuerdo de la desolación que le ha traído a este punto; lo hace a pesar de la ira y la repulsa que en él despierta lo que ha visto y vivido. En parte, también lo hace porque lo contrario, plantarse y pelear, empieza a parecer un trabajo fútil, improductivo, vano, inútil. La desolación, otra vez. Esa es la gran victoria del mal, la aceptación del mismo como realidad instaurada, inamovible, incontestable..., la única posible.
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     Frente al desencanto, la esperanza, la ilusión; la búsqueda de nuevas alternativas con las que dejarse arrastrar por la euforia de las posibilidades, el ánimo volcado en horizontes por descubrir, en las alternativas aún no exploradas y sus infinitas promesas. Frente al desencanto la acción, el movimiento, al principio por obligación, después por pasión; es la gran ventaja del optimismo, resulta contagioso. Frente al desencanto la seguridad de que mañana, con independencia de la época del año, en algún momento entre las seis y las ocho de la mañana, volverá a amanecer y, aún nublado, una cálida luz nos abrazará.

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