REFLEJOS DE MI TIEMPO
Algunos días, cuando consigo rascarle algo
de tiempo a mis tareas y obligaciones como trabajador y ciudadano, padre y
hombre social y sociable, y me siento delante del papel, a dedicarle unos
minutos -a veces, qué fortuna, incluso horas- al bello ejercicio de escribir,
me da por pensar en lo realmente afortunado que soy al poder disfrutar de estos
regalos temporales ocasionales.
Debajo de mi casa, por poner un ejemplo de
la clase de cosas que se pasean por mi cabeza cuando escribo, hay un pequeño
bar regentado por una pareja de unos treinta y tantos. Abren a eso de las diez
de la mañana, cierran hacia las cinco, comen allí mismo y vuelven a abrir sus
puertas, hasta las doce de la noche, las dos si es viernes o sábado. Así todos
los días, de lunes a domingo, mes tras mes, a excepción de diez días en agosto
que se toman para 'descansar'. Cuando paso por delante del ventanal del
establecimiento y les veo engullir sus platos de cocido, mientras observan con
rostros agotados y entumecidos el 'Canal Historia' en su televisor de cuarenta
y pico pulgadas, me imagino que cuando llegan a casa estarán demasiado cansados
para ver una película o arriesgarse a comenzar una conversación. Supongo que
cada mañana se levantarán un tanto apáticos, movidos exclusivamente por la
fuerza de la certeza de que hay demasiadas obligaciones que atender como para
tomarse unos minutos que dedicar a algo distinto de 'lo habitual'. Me pregunto
si habrán decidido dejar de hacer cualquier tarea doméstica, hartos e
indolentes; quizá piensen "qué nos coma la mugre si quiere, yo no voy a
limpiar".
¡Qué mierda de vida!, me digo entonces;
cómo hemos podido llegar a crear una sociedad tan sumamente organizada y llena
de cargas como para que la vida de una persona, de cualquier persona, se vea
obligada a resumirse a eso, trabajo y apatía. ¿Cómo? Y, aún más importante,
¿para qué?
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