sábado, 22 de febrero de 2014

LA VIDA SECRETA DE JACOBUS STOLZ (UN RELATO BREVE)
     La suya era, sin duda, la típica morada de un escritor. Se trataba de una buhardilla ubicada en un edificio del siglo XIX que se alzaba, tambaleante, en una de las calles más antiguas de la ciudad.
     Tras la gran y pesada puerta de auténtica madera de castaño centenario, un único espacio se abría a la vista. A la derecha, algunos armarios sin puerta, llenos de cacharros y utensilios de cocina, un horno de los años ochenta, con un par de fogones encima, y una pequeña mesa con un par de taburetes. A la izquierda, varias estanterías, repletas de libros añejos, con los lomos amarilleados y raspados, un sofá de dos plazas del mismo color que el vino que antes habían contenido las botellas vacías que a su lado se acumulaban. Frente al sofá, en el centro del departamento, una mesa baja de estilo oriental, negruzca, arañada y deslucida, con varios folios garabateados desparramados por encima. Al fondo, bajo una de las dos ventanas de la habitación, un inmenso escritorio flanqueado por algunas montañas de libros apilados sobre los viejos tableros de eucalipto que conformaban el suelo; encima de la mesa una pantalla de ordenador con una gruesa capa de polvo, una impresora descomunal, indudablemente antediluviana, un volumen del Diccionario de la Real Academia, unos cuantos cuadernos de cartoné, algunos abiertos, un bolígrafo Bic verde y un Inoxcrom. Bajo la otra ventana un inmenso colchón apoyado sobre unos palés dispuestos a modo de somier; a su lado una mesita de noche con un flexo y un cenicero sobre ella. Algo más lejos, una puerta, tras ella un cuarto de baño salido de alguna película de los años sesenta o setenta, y otra ventana.
     En cuanto a él... No tenía grandes pectorales que acariciar mientras una perdía la noción del tiempo, ni unas anchísimas espaldas imposibles de abarcar, tampoco un torso modelado por las manos de un Miguel Ángel cualquiera. No, lo cierto es que Jacobus Stolz no era el feliz propietario de un cuerpo irresistible, terriblemente atractivo. Eso sí, era guapo; guapo a rabiar.
     Cada noche de lunes, después de otro trepidante fin de semana buscando en lugares equivocados, ella aparecía en su puerta, esperando que él se levantase, se aclarase la garganta, refrescase su cara, y le abriera, invitándola a pasar. Nada más cruzar el umbral entre el descansillo y el apartamento, ella se lanzaba a su boca con los labios húmedos, abiertos, y la lengua muy tiesa. Le besaba con pasión, desesperadamente, como si de una condenada a muerte asiéndose por última vez a un poco de vida se tratase; mientras se quitaba con una mano los botones de su blusa y con la otra agarraba su cuello, él apretaba sus nalgas con sus manos húmedas. Después del primer asalto, Jacobus Stolz, medio desnudo, empujaba a Martha Strauss contra la pequeña mesa de cocina que se encontraba junto a la puerta, le ayudaba a deshacerse de las últimas prendas de ropa de ella y le hacía el amor allí mismo, sobre el mueblecito. La besaba con odio, reflejo del que se profesaba a sí mismo, y con pena, una profunda e inhumana pena. Acariciaba su terso cuerpo desnudo con violencia y miedo; buscaba en sus pechos el latido de un corazón auténtico, algo real para variar. Nada de la celulosa y la tinta de otro de sus personajes.

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