No me percaté de nada hasta un buen rato
después, cuando estaba volviendo a casa.
Había salido a correr, como cada sábado por
la mañana, antes de que la ciudad comience a respirar, a moverse, a vivir. Como
de costumbre, mis pies se dirigieron a la carretera que rodea la colina que
protege mi ciudad de la invasión de feroces enemigos imaginarios; normalmente,
cuando sigo esta ruta, suelo emocionarme y correr con más intensidad, más
rápido, más vivo, así que me abandoné a mi pasión y me entregué en cuerpo y
alma al placer de la carrera: sentir el frío viento golpeando contra mis
sudorosas sienes, calambres en los tensísimos músculos de las piernas y los
acelerados latidos de un corazón bombeando a toda velocidad, llevando oxígeno a
cada rincón de mi divino cuerpo hecho a imagen y semejanza del Suyo. El tiempo
pasa rápido cuando uno corre, cuando disfruta del propio tiempo de esta forma.
Recorría los últimos trescientos metros de
vuelta a casa cuando el tumulto llamó mi atención; varias personas apretujadas,
junto a un paso de peatones, una ambulancia con sus luces parpadeando, un perro
ladrando y un par de críos chillando. Me abrí paso como pude entre toda aquella
gente a fin de ver qué pasaba; de repente me encontré con su mirada, tan
parecida a aquella que solía saludarme en el espejo cada mañana, vacía ahora,
inerte, enmarcada en un rostro que parecía flotar sobre un charco de sangre.
Parecía que ya, ni su cuerpo era parte de este mundo. Ahí estaba yo, su alma,
su espíritu, que tantas veces había intentado escapar de su cuerpo, de él
mismo, corriendo tan rápido que sus piernas de carne y hueso no me podían
seguir; ahora le contemplaba, es decir, me contemplaba, aunque aquello ya no
era yo, sino los restos de mis limitaciones de antaño, un saco pesado que al
fin, aquella mañana, había conseguido dejar atrás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario