Saltaban al borde de la fuente mientras
entonaban canciones juveniles prácticamente carentes de sentido alguno. Eran
tres, de diecisiete, dieciocho años, delgaduchos, más que atléticos, tirillas;
bailaban y saltaban sobre el murete que delimita la fuente que rodean cientos,
miles de vehículos cada día al acceder a la ciudad. Eran las siete de la
mañana. Dos de ellos decidieron deshacerse de casi toda su ropa, se dejaron
puestos sólo los calzoncillos, ambos slips, unos blancos, los otros grises. El
tercero de ellos se sentó con los pies colgando a pocos centímetros del agua,
sacó del bolsillo trasero de su pantalón un mechero y una piedra de costo se
puso a calentarla; los otros dos, que no habían parado de cantar y gritar, se
introdujeron en la fuente. Veinte, treinta segundos después, apareció un coche
de la Policía Local. Los dos semidesnudos salieron a toda prisa del agua y
echaron a correr calle abajo, el tercero, con parsimonia y sin dejar de
sonreír, terminó de hacerse su porro; los agentes ni siquiera repararon en él,
simplemente se limitaron a perseguir a sus amigos.
Cuando el muchacho se hubo fumado su porro
se levantó y se fue, caminando tranquilamente, en la misma dirección en que lo
habían hecho los otros dos. Eran las siete y cuarto, yo llevaba allí media hora
y aún tendría que esperar media más a que la grúa apareciese y se llevase mi
coche; hacía calor, me desnudé completamente y, en silencio, me sumergí en las
refrescantes aguas de aquella fuente.
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