Virginia no había besado nunca antes a
nadie, él fue el primero; también para Luis ella había sido la primera.
Aquella noche él, Luis, se quedaba a dormir
en casa de sus abuelos, que eran vecinos de los padres de ella, Virginia, así
que cuando salieron de clase de inglés, a las ocho de la tarde, en una
oscurísima tarde de enero, los dos se encaminaron juntos hacia su común
destino. El paseo, normalmente, era rápido, no duraba ni cinco minutos, aunque
aquel día el tiempo parecía transcurrir con otro ritmo; llevaban un cuarto de
hora andando cuando llegaron al portal compartido. Habían estado hablando de
las clases, del próximo examen de 'Trinity', de los entrenamientos de
baloncesto de él y de las clases de piano de ella. Llamaron el ascensor y
cuando éste llegó entraron en él.
Estaban en silencio, los dos,
mirándose a los ojos, azules los de
ella, verdes los de él y, de repente, sucedió: un beso. Ninguno de los dos supo
nunca quien había sido el primero en aproximar su cabeza y abrir sus labios, el
caso es que esa mágica unión había tenido lugar, eso era lo único realmente
importante.
Por aquel entonces Virginia y Luis tenían
doce años. Jamás volvieron a besarse o a hablar de ello, ni entre ellos ni con
otros amigos o novios o novias que fueron yendo y viniendo; sin embargo, de vez
en cuando, siempre después de oír alguna canción inglesa de los primeros
noventa mientras pasean a solas por alguna calle oscura de regreso a casa en
una fría tarde de invierno -algo que sucede una vez al año, o cada dos años,
como mucho-, a ambos les da por recordar aquella noche, aquel paseo, aquel
ascensor, aquel primer beso.
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