Alejandro su nombre -así es como debiera
comenzar-, Alejandro su nombre, ignoro sus apellidos, no recuerdo haberlos
conocido jamás; para mí siempre fue Álex, el rocker. Supongo que para él yo era
J, el rocker.
Últimamente
bebía más que de costumbre -no él, Álex, sino Jacob, el rocker- algo que, era
un hecho, no le hacía sentirse orgulloso ni satisfecho; por otra parte, qué
podía hacer -se decía a sí mismo- un hombre que no puede evitar sentirse
culpable.
En
los últimos meses había pedido perdón -o pensado en el mismo, que es otra forma
de echarse encima la culpa de aquello por lo que uno cree que debe disculparse-
en demasiadas ocasiones como para no sentirse, realmente, un ser despreciable.
Apenas diez minutos en pie, lunes a las
cinco y media, enciendo el teléfono y me encuentro un par de llamadas perdidas
suyas. Álex y yo nos conocimos hace muchos años, justo al comienzo de la Edad
del Bronce, cuando los dos solíamos frecuentar los mismos refugios nocturnos
para escuchar al Loco y a Chris Isaak; en seguida me cayó bien, congeniamos.
Era un buen tipo, fiel, noble y honesto, regido por un código moral de conducta
de esos que hacía tiempo habían quedado desfasados.
Tengo que llamarle -pensé-, hace tiempo que
no sé nada de él. Álex y yo no éramos 'amigos' en el sentido habitual con que
suele utilizarse tal término, podían pasar -de hecho, solían pasar- meses y más
meses sin que nos viésemos o hablásemos; pero una vez al año, a veces dos, nos
llamábamos, charlábamos, nos poníamos al día durante horas, disfrutábamos de
nuestra mutua compañía, de nuestra camaradería y, después, cada uno volvía a su
cueva. "Hasta dentro de un año, amigo".
A las doce del mediodía Álex se me
adelanta: "J, qué gusto oír tu voz"; yo le digo que también para mí
es un gusto oír la suya, pero no es del todo cierto. Me alegra oírle al otro
lado del teléfono, pero su voz no suena como la de un hombre que esté bien, no
resulta 'un gusto' oír esa voz torpe, lenta e insegura. Arrastra sus palabras:
"llevo una mala temporada, estoy sin trabajo y casi sin pasta, tengo
depresión, ansiedad, insomnio... y las pastillas no hacen nada. Pero me alegro
tanto de hablar contigo; tenía ganas de oírte y saber que todo te va
bien". Yo le digo que tenemos que vernos, que vamos a quedar para tomar
algo y que él me cuente lo que quiera o necesite contarme, y para que yo le
pueda enseñar una foto de mi hija. "Fantástico J, qué ganas de verte; pero
mejor hacia el fin de semana, estos días tengo que hacer algunas cosas";
así quedamos en que el viernes le llamaré por teléfono para vernos esa misma
tarde.
Tienes
que tener un nombre, tienes que tener un apellido; así empieza todo. Después te
dicen que tienes que tener cosas, muchas, muchísimas cosas: discos de Bob
Dylan, de Chopin y de los Rolling Stones, cientos, miles, libros de Vargas
Llosa, de Hemingway y de Paul Auster, aunque no te gusten o no los entiendas o
hablen de cosas que te importan una mierda; teléfonos móviles de última generación, ordenadores y tabletas al borde del abismo de la obsolescencia...
Álex adoraba a Chris Isaak, le encantaba
poner sus discos en su casa con las persianas bajadas, dejando entrar luz del
exterior sólo a través de sus rendijas, mientras se tomaba una cerveza bien
fría y observaba a Mili y Misi, sus gatas, jugando sin descanso. Álex amaba a
sus gatas, Mili y Misi eran sus niñas.
...un
ático con terraza en el centro de la ciudad, una cabaña en la sierra, un
deportivo y un todo-terreno o, mejor, un todo-terreno deportivo, alfombras
persas, mesitas de té, televisores capaces de mostrarte las espinillas de los
presentadores de informativos que ni siquiera en persona alcanzarías a ver.
Acabas teniéndolo todo, porque de no conseguirlo no podrías ser feliz -crees,
te hacen creer, te convencen y, finalmente, te convences-; pero algo falta,
siempre, algo debe faltar pues, a pesar de tener todas esas cosas, no terminas
de ser feliz.
Jacob
-el rocker - empezó a beber como un ruso decidido a batir algún record
intergaláctico de ingesta de alcohol. Bebía cada vez que pensaba que su esposa
se había ido a vivir a quinientos kilómetros de su familia, sus amigas y su
carrera por él; bebía siempre que su padre le recordaba que la única forma de
entregarse por completo implicaba olvidarse de todas sus obsesiones hasta el
punto de comenzar a borrarse a sí mismo -sólo un poco, sólo lo preciso-, o
cuando su suegra le hacía ver -como si no fuese consciente de ello o no se lo
hubiese mostrado ninguna otra persona antes- lo complicado que era convivir con
alguien con sus manías y rarezas.
El miércoles, a las siete y ocho minutos de
la mañana, Álex me envía el siguiente mensaje al teléfono móvil: "J,
seguro eres la persona más honesta que conocí. Un abrazo". Algo salta o se
activa en mi interior, una duda o una certeza, no lo sé, quizá un temor: espero
que éste no sea un mensaje de despedida. Le llamo; todo bien, le apetecía que
supiese lo que pensaba de mí. Intento quedar con él esa misma tarde. Una escusa
que no termina de sonarme bien, pero que me creo -o me obligo a creer- porque
quiero la paz que trae consigo y no la duda o culpabilidad que su negación me
dejaría. "Nos vemos el viernes" y cuelga, esta vez sin romper a
llorar.
***
Si yo fuera escritor, un buen escritor, uno
de verdad, haría algo grande con estas ideas mías, no simples líneas
estrictamente necesarias, sino algo digno de la memoria de sus protagonistas.
***
El viernes ha llegado, llamo a Álex una y
otra vez, los tonos siempre terminan agotándose antes de obtener respuesta.
Temo ser explícito en mis temores, dejo pasar el viernes tratando no pensar
demasiado.
Suena el teléfono, es sábado y al otro lado
la hermana de Álex -cuyo nombre, igual que apellidos, desconozco- me lo
confirma: el miércoles lo hizo. Cuando hablamos ya había tomado la decisión,
puede que incluso ya hubiese dado los primeros pasos, no lo sé, no me atrevo a
preguntar, nada; no sé cómo se ha suicidado, no sé a qué hora lo ha hecho,
poner fin a su vida. También sigo sin saber sus apellidos, no me atreví a
preguntarle a su hermana cuando me informó de que, al parecer, fui una de las
últimas personas con las que habló. Sólo sé que está muerto, y que a pesar de
ser culpable en cierta medida -aunque sólo sea por no conocer sus apellidos
para haber buscado, el miércoles por la mañana, cuando pensé que estaba a punto
de suicidarse, el número de algún familiar y pedirle que se acercase a su
casa-, no me siento como tal. Sé que pude haber hecho algo, no el miércoles,
sino mucho tiempo antes; algo que no hice y me convierte en culpable, aunque no
me siento como si lo fuese. Eso me lleva a pensar, una vez más, que no soy más
que un egoísta que, más allá de todos los discursos en los que me gusta
regodearme, es incapaz de sentir algo real, genuino y desinteresado por otra
persona. Siete muertos hasta hoy en mi cuenta personal, ni una lágrima.
A
Jacob no le queda más remedio que darle la razón a aquellos que de vez en
cuando le insinúan que su incapacidad para dar su brazo a torcer un poquito
más, esconde un problema mucho mayor en el fondo; "es cierto, después de
todo sólo soy otro de esos pobres desgraciados a los que yo mismo suelo
crucificar. Egoísta y des-pre-cia-ble".
Dejo pasar unos días, puede que unas
semanas, desde el alumbramiento de estas palabras; repaso lo escrito y
coincido, irremediablemente, con aquel que fui, que era, la tarde de domingo en
que las traje a este mundo. Ahora estoy demasiado cansado para seguir, ignoro
si el punto será 'seguido', 'a parte' o 'final'; de momento, esto es todo, esto
ha sido todo, mañana no habrá nada nuevo bajo el sol.
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