martes, 15 de julio de 2014

     Alejandro su nombre -así es como debiera comenzar-, Alejandro su nombre, ignoro sus apellidos, no recuerdo haberlos conocido jamás; para mí siempre fue Álex, el rocker. Supongo que para él yo era J, el rocker.
     Últimamente bebía más que de costumbre -no él, Álex, sino Jacob, el rocker- algo que, era un hecho, no le hacía sentirse orgulloso ni satisfecho; por otra parte, qué podía hacer -se decía a sí mismo- un hombre que no puede evitar sentirse culpable.
     En los últimos meses había pedido perdón -o pensado en el mismo, que es otra forma de echarse encima la culpa de aquello por lo que uno cree que debe disculparse- en demasiadas ocasiones como para no sentirse, realmente, un ser despreciable.
     Apenas diez minutos en pie, lunes a las cinco y media, enciendo el teléfono y me encuentro un par de llamadas perdidas suyas. Álex y yo nos conocimos hace muchos años, justo al comienzo de la Edad del Bronce, cuando los dos solíamos frecuentar los mismos refugios nocturnos para escuchar al Loco y a Chris Isaak; en seguida me cayó bien, congeniamos. Era un buen tipo, fiel, noble y honesto, regido por un código moral de conducta de esos que hacía tiempo habían quedado desfasados.
     Tengo que llamarle -pensé-, hace tiempo que no sé nada de él. Álex y yo no éramos 'amigos' en el sentido habitual con que suele utilizarse tal término, podían pasar -de hecho, solían pasar- meses y más meses sin que nos viésemos o hablásemos; pero una vez al año, a veces dos, nos llamábamos, charlábamos, nos poníamos al día durante horas, disfrutábamos de nuestra mutua compañía, de nuestra camaradería y, después, cada uno volvía a su cueva. "Hasta dentro de un año, amigo".
     A las doce del mediodía Álex se me adelanta: "J, qué gusto oír tu voz"; yo le digo que también para mí es un gusto oír la suya, pero no es del todo cierto. Me alegra oírle al otro lado del teléfono, pero su voz no suena como la de un hombre que esté bien, no resulta 'un gusto' oír esa voz torpe, lenta e insegura. Arrastra sus palabras: "llevo una mala temporada, estoy sin trabajo y casi sin pasta, tengo depresión, ansiedad, insomnio... y las pastillas no hacen nada. Pero me alegro tanto de hablar contigo; tenía ganas de oírte y saber que todo te va bien". Yo le digo que tenemos que vernos, que vamos a quedar para tomar algo y que él me cuente lo que quiera o necesite contarme, y para que yo le pueda enseñar una foto de mi hija. "Fantástico J, qué ganas de verte; pero mejor hacia el fin de semana, estos días tengo que hacer algunas cosas"; así quedamos en que el viernes le llamaré por teléfono para vernos esa misma tarde.
     Tienes que tener un nombre, tienes que tener un apellido; así empieza todo. Después te dicen que tienes que tener cosas, muchas, muchísimas cosas: discos de Bob Dylan, de Chopin y de los Rolling Stones, cientos, miles, libros de Vargas Llosa, de Hemingway y de Paul Auster, aunque no te gusten o no los entiendas o hablen de cosas que te importan una mierda; teléfonos móviles de última generación, ordenadores y tabletas al borde del abismo de la obsolescencia...
     Álex adoraba a Chris Isaak, le encantaba poner sus discos en su casa con las persianas bajadas, dejando entrar luz del exterior sólo a través de sus rendijas, mientras se tomaba una cerveza bien fría y observaba a Mili y Misi, sus gatas, jugando sin descanso. Álex amaba a sus gatas, Mili y Misi eran sus niñas.
     ...un ático con terraza en el centro de la ciudad, una cabaña en la sierra, un deportivo y un todo-terreno o, mejor, un todo-terreno deportivo, alfombras persas, mesitas de té, televisores capaces de mostrarte las espinillas de los presentadores de informativos que ni siquiera en persona alcanzarías a ver. Acabas teniéndolo todo, porque de no conseguirlo no podrías ser feliz -crees, te hacen creer, te convencen y, finalmente, te convences-; pero algo falta, siempre, algo debe faltar pues, a pesar de tener todas esas cosas, no terminas de ser feliz.
     Jacob -el rocker - empezó a beber como un ruso decidido a batir algún record intergaláctico de ingesta de alcohol. Bebía cada vez que pensaba que su esposa se había ido a vivir a quinientos kilómetros de su familia, sus amigas y su carrera por él; bebía siempre que su padre le recordaba que la única forma de entregarse por completo implicaba olvidarse de todas sus obsesiones hasta el punto de comenzar a borrarse a sí mismo -sólo un poco, sólo lo preciso-, o cuando su suegra le hacía ver -como si no fuese consciente de ello o no se lo hubiese mostrado ninguna otra persona antes- lo complicado que era convivir con alguien con sus manías y rarezas.
     El miércoles, a las siete y ocho minutos de la mañana, Álex me envía el siguiente mensaje al teléfono móvil: "J, seguro eres la persona más honesta que conocí. Un abrazo". Algo salta o se activa en mi interior, una duda o una certeza, no lo sé, quizá un temor: espero que éste no sea un mensaje de despedida. Le llamo; todo bien, le apetecía que supiese lo que pensaba de mí. Intento quedar con él esa misma tarde. Una escusa que no termina de sonarme bien, pero que me creo -o me obligo a creer- porque quiero la paz que trae consigo y no la duda o culpabilidad que su negación me dejaría. "Nos vemos el viernes" y cuelga, esta vez sin romper a llorar.
***
     Si yo fuera escritor, un buen escritor, uno de verdad, haría algo grande con estas ideas mías, no simples líneas estrictamente necesarias, sino algo digno de la memoria de sus protagonistas.
***
     El viernes ha llegado, llamo a Álex una y otra vez, los tonos siempre terminan agotándose antes de obtener respuesta. Temo ser explícito en mis temores, dejo pasar el viernes tratando no pensar demasiado.
     Suena el teléfono, es sábado y al otro lado la hermana de Álex -cuyo nombre, igual que apellidos, desconozco- me lo confirma: el miércoles lo hizo. Cuando hablamos ya había tomado la decisión, puede que incluso ya hubiese dado los primeros pasos, no lo sé, no me atrevo a preguntar, nada; no sé cómo se ha suicidado, no sé a qué hora lo ha hecho, poner fin a su vida. También sigo sin saber sus apellidos, no me atreví a preguntarle a su hermana cuando me informó de que, al parecer, fui una de las últimas personas con las que habló. Sólo sé que está muerto, y que a pesar de ser culpable en cierta medida -aunque sólo sea por no conocer sus apellidos para haber buscado, el miércoles por la mañana, cuando pensé que estaba a punto de suicidarse, el número de algún familiar y pedirle que se acercase a su casa-, no me siento como tal. Sé que pude haber hecho algo, no el miércoles, sino mucho tiempo antes; algo que no hice y me convierte en culpable, aunque no me siento como si lo fuese. Eso me lleva a pensar, una vez más, que no soy más que un egoísta que, más allá de todos los discursos en los que me gusta regodearme, es incapaz de sentir algo real, genuino y desinteresado por otra persona. Siete muertos hasta hoy en mi cuenta personal, ni una lágrima.
     A Jacob no le queda más remedio que darle la razón a aquellos que de vez en cuando le insinúan que su incapacidad para dar su brazo a torcer un poquito más, esconde un problema mucho mayor en el fondo; "es cierto, después de todo sólo soy otro de esos pobres desgraciados a los que yo mismo suelo crucificar. Egoísta y des-pre-cia-ble".
     Dejo pasar unos días, puede que unas semanas, desde el alumbramiento de estas palabras; repaso lo escrito y coincido, irremediablemente, con aquel que fui, que era, la tarde de domingo en que las traje a este mundo. Ahora estoy demasiado cansado para seguir, ignoro si el punto será 'seguido', 'a parte' o 'final'; de momento, esto es todo, esto ha sido todo, mañana no habrá nada nuevo bajo el sol.

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