sábado, 30 de agosto de 2014

UN HOMBRE SIN NOMBRE
     La verdad es que, echando la vista atrás, no existe un hecho exacto, un punto de inflexión que me llevase a tomar firme y concienzuda decisión, no; tampoco llegué, tras un larguísimo proceso reflexivo, a la conclusión de que debía adoptar esta... -¿cómo llamarla?- esta costumbre.
     Sencillamente, un buen día, cuando me encontraba a punto de rubricar un contrato hipotecario, algo se encendió en mi cabeza, tomé el bolígrafo y firmé como el Señor Olay. Obviamente yo no soy el Señor Olay, pero en aquel momento nadie se percató de que había firmado con un nombre distinto al mío; nadie lo ha hecho desde entonces. Mañana mismo yo podría dejar de pagar las cuotas a la entidad con que suscribí dicha hipoteca y no podrían hacer nada -nadie- contra mí; nada, salvo olvidarse de cobrar un solo euro más, pues fue el tal Señor Olay quien se comprometió a pagar esa cuotas y no yo.
     Desde entonces he firmado con quince o veinte nombres distintos; he sido, además del tal Olay, el Señor Jardín, el Señor Junt, el Señor Pérez-Rojo, el Señor Tifón y hasta -en cierta ocasión, en la recepción de un hotel de la costa granadina- la Señora Bataña. He firmado todo tipo de documentos con nombres falsos; nombres que, por otra parte, me he asegurado de que no pertenezcan a ninguna persona real. Recibos del supermercado o del tinte, ingresos bancarios y justificantes de haber recibido tarjetas de crédito, partes de trabajo, suscripciones editoriales, contratos de telefonía..., incluso he cambiado la firma que figura en mi DNI por la casi indescifrable de un tal Leopoldo Barranco Solís.
     En todo este tiempo, ocho años ya, sólo he firmado una cosa con mi verdadero nombre: una carta en la que le declaraba mi amor a la que hoy es mi mujer. Eso, al menos tal y como yo lo veo, dice mucho más de mí que todos los millones de documentos firmados por nombres falsos en los que jamás nadie ha reparado.

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