INESCRUTABLE
Los primeros rayos de luz comenzaron a
filtrarse a través de las deterioradas y sucias láminas de la persiana mal
cerrada del dormitorio, impactando directamente sobre su rostro, obligándole a
abrir los ojos y despertar. Rápidamente pasó revista a los seiscientos treinta
y nueve músculos de su cuerpo maltratado; a pesar de todo el alcohol y los
cigarrillos de la noche anterior, no parecía encontrarse tan mal como cabía
esperar. Pedro se puso en pie y se encaminó al cuarto de baño donde, frente al
espejo y a pesar de su mal aspecto, constató que, efectivamente, seguía vivo.
En algún punto, su plan magistral de poner fin a todo y suicidarse a base de
cervezas y calmantes falló; "debía de estar tan borracho que olvidé
tomarme las puñeteras pastillas", pensó.
Resignación..., viviría otro día más;
"tal vez está noche... podría ser, aún me quedan varias botellas de
whiskey y unas cuarenta cervezas, y por supuesto, todos esos
tranquilizantes".
Se metió en la ducha y abrió el grifo; el
agua fría estancada en las cañerías desde hacía horas salió torpemente y cayó
sobre su cuerpo con violencia. "Así debe de haberse sentido Ryan Adams
unas tres mil veces", dijo en voz alta, comprobando así que aún era capaz,
además de respirar, de hablar. Fuera del baño se vistió con parsimonia y
desinterés, olvidándose de 'conjuntar' sus viejos pantalones grises con una camisa
de saldo que nunca antes se había probado, se bebió un café gélido que no recordaba
haber preparado y salió a la calle.
Sólo Dios sabrá el motivo por el que, por
primera vez en tres años pisaba una iglesia. La última vez había sido en el
funeral de su hermano, con quien no hablaba desde hacía eones, y se había
prometido no volver por allí hasta que llegase el día en que él fuese el
cadáver. Quizá fuese, sencillamente, porque aquel había sido el día señalado el
su calendario, aunque al final las cosas no saliesen como esperaba.
Dentro del templo de estilo
post-modernista, Pedro tomó asiento en uno de los bancos más alejados del altar
que, además, ofrecía resguardo a sus ocupantes gracias a la anónima sombra que
sobre él caía por obra y gracia de una estatua de la Virgen María. Todo comenzó
como él recordaba; el cura saludó cuando todos los asistentes se pusieron en
pie, después le cedió la palabra a un par de feligreses que no tardarían mucho
en visitar aquel altar como protagonistas estelares. El primero leyó algo
acerca de..., la verdad es que Pedro no prestó ninguna atención, pero cuando
llegó el turno del segundo, la cosa cambió. Aquel hombre, bajito y encogido,
aunque de mirada acerada y firme, recitó una carta de San Pablo en la que el
apóstol declaraba ansiar la muerte para reunirse con su Creador, pero que
aceptaba seguir vivo, pues esto indicaba que alguna importante misión le
aguardaba por aquí. Pedro escuchó atento y sorprendido, como si aquel hombre le
hablase sólo a él; al borde de la emoción le pareció que se dirigía en
exclusiva al único suicida frustrado que esa mañana de domingo se había dejado
caer por allí. "Quizá sea cierto, tal vez sea el mismísimo Dios quién le
susurra la forma de las palabras que me ha de comunicar". El resto de la
misa no tuvo nada de extraordinario, a pesar de que a Pedro le pareció un
mensaje divino el hecho de que aquel domingo concreto, uno de tantos otros
domingos oscuros en esa época del año, el sol luciese con tal ímpetu que, al
aproximarse al altar para comulgar, durante unos segundos se vio cegado por el
reflejo celestial que se proyectaba desde el cáliz que el buen pastor sostenía
entre sus manos.
A la salida, Pedro se dirigió con velocidad
a su casa, entró corriendo por la puerta sin pararse a cerrarla, buscó en la
cocina todos los frascos llenos de pastillas que encontró y los tiró por el
retrete; después hizo lo mismo con las distintas botellas que contenían
brebajes capaces de adormilar a un elefante adulto. Acto seguido se plantó
frente a un viejo crucifijo que había heredado de un tío suyo que había sido
muy beato y, sonriendo, dijo en voz alta: "gracias Padre..., mensaje
recibido; no te arrepentirás".
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