José su nombre; nacido cuarenta y nueve
años atrás, en un pueblecito orensano próximo a la frontera con Portugal -esto
fue por sí mismo una desventaja, pues nunca habló castellano o portugués, ni si
quiera una suerte de gallego de interior, sino un dialecto libre nacido del
encuentro de las tres lenguas que, por desgracia, nadie fuera de aquel lugar
terminaba de entender del todo-.
Pronto empezó a demostrar gran destreza con
el manejo de gubia, segueta y garlopa, revelándose como un artesano de la
madera, un ebanista meticuloso, detallista y delicado. Comenzaron a llegarle
encargos y, con veinte recién cumplidos, partió a Santander; allí un gran
taller de carpintería le dio trabajo durante un cuarto de siglo, hasta que la
debacle económica general, la mala gestión de los herederos del negocio, los
muchos clientes desaparecidos y transmutados en morosos escurridizos...,
cualquiera de las miles de razones posibles, hicieron que el taller quebrase.
José se vio en la calle con casi cuarenta y
seis años, después de una vida dedicada a la ebanistería a cambio de un sueldo
digno pero insuficiente como generador de ahorros, lejos de su añorado pueblecito
gallego y solo -ni mujer ni hijos ni novia ni amigos reales porque "el
gallego habla raro, no hay quien le entienda"-. Un par de meses después de
verse en el paro sufrió un 'leve' infarto cerebral que paralizó su labio
inferior; a su peculiar acento y original vocabulario, se unía ahora la
dificultad para vocalizar correctamente; el vacío a su alrededor se abría paso.
Al cabo de un año José se hizo a la idea de que con aquella incapacidad para
hacerse entender, no volvería a encontrar trabajo; comenzó a tallar pequeñas
piezas, cajitas decorativas, figuras y marcos de foto que vendía en la calle. Su
taller, su tienda, su hogar.
Siempre que me lo encontraba le ofrecía
algo de trabajo, más una ayuda que una tarea concreta, él aceptaba siempre
sonriendo a cambio de un café caliente o unas piezas de fruta; después seguí
con su labor. Recuerdo que en cierta ocasión me dijo: "de alguna forma
tengo que pagar el alquiler y la calefacción".
El invierno es duro, todo aquel que haya
pasado una temporada en la calle lo sabe, muy duro. Hacía dos o tres semanas
que no le veía por ninguna de sus esquinas habituales, el mismo tiempo que un
gélido frente invernal llevaba instalado en nuestra ciudad. A veces las frases
hechas suenan francamente mal. La noticia me cayó como un jarro de agua helada
-no por ser algo predecible se hace uno mejor a la idea antes de la
constatación del hecho consumado-; a José se le acabó el dinero, de tener un
techo y cuatro paredes delimitando un cuartucho abuhardillado frío, pasó a
verse en medio de la calle con una tormenta de nieve amenazando en la oscura
distancia nocturna. Encontraron su cuerpo inerte dos barrenderos municipales un
martes de madrugada -el trabajo sucio siempre es para los mismo y siempre antes
de que salga el sol-, apretujado entre unas mantas desgastadas y medio rotas,
en un céntrico portal. El Ayuntamiento se hizo cargo de su 'funeral', nadie
acudió, a excepción del funcionario encargado de recoger sus cenizas y sellar
el parte de defunción. Intenté en vano localizarle -al funcionario- y hacerme
con sus volátiles restos; llevarlos a Orense y esparcirlos al viento, qué menos
podía hacer por él, ahora que... ahora que ya nada tenía remedio.
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