viernes, 14 de noviembre de 2014

     José su nombre; nacido cuarenta y nueve años atrás, en un pueblecito orensano próximo a la frontera con Portugal -esto fue por sí mismo una desventaja, pues nunca habló castellano o portugués, ni si quiera una suerte de gallego de interior, sino un dialecto libre nacido del encuentro de las tres lenguas que, por desgracia, nadie fuera de aquel lugar terminaba de entender del todo-.
     Pronto empezó a demostrar gran destreza con el manejo de gubia, segueta y garlopa, revelándose como un artesano de la madera, un ebanista meticuloso, detallista y delicado. Comenzaron a llegarle encargos y, con veinte recién cumplidos, partió a Santander; allí un gran taller de carpintería le dio trabajo durante un cuarto de siglo, hasta que la debacle económica general, la mala gestión de los herederos del negocio, los muchos clientes desaparecidos y transmutados en morosos escurridizos..., cualquiera de las miles de razones posibles, hicieron que el taller quebrase.
     José se vio en la calle con casi cuarenta y seis años, después de una vida dedicada a la ebanistería a cambio de un sueldo digno pero insuficiente como generador de ahorros, lejos de su añorado pueblecito gallego y solo -ni mujer ni hijos ni novia ni amigos reales porque "el gallego habla raro, no hay quien le entienda"-. Un par de meses después de verse en el paro sufrió un 'leve' infarto cerebral que paralizó su labio inferior; a su peculiar acento y original vocabulario, se unía ahora la dificultad para vocalizar correctamente; el vacío a su alrededor se abría paso. Al cabo de un año José se hizo a la idea de que con aquella incapacidad para hacerse entender, no volvería a encontrar trabajo; comenzó a tallar pequeñas piezas, cajitas decorativas, figuras y marcos de foto que vendía en la calle. Su taller, su tienda, su hogar.
     Siempre que me lo encontraba le ofrecía algo de trabajo, más una ayuda que una tarea concreta, él aceptaba siempre sonriendo a cambio de un café caliente o unas piezas de fruta; después seguí con su labor. Recuerdo que en cierta ocasión me dijo: "de alguna forma tengo que pagar el alquiler y la calefacción".
     El invierno es duro, todo aquel que haya pasado una temporada en la calle lo sabe, muy duro. Hacía dos o tres semanas que no le veía por ninguna de sus esquinas habituales, el mismo tiempo que un gélido frente invernal llevaba instalado en nuestra ciudad. A veces las frases hechas suenan francamente mal. La noticia me cayó como un jarro de agua helada -no por ser algo predecible se hace uno mejor a la idea antes de la constatación del hecho consumado-; a José se le acabó el dinero, de tener un techo y cuatro paredes delimitando un cuartucho abuhardillado frío, pasó a verse en medio de la calle con una tormenta de nieve amenazando en la oscura distancia nocturna. Encontraron su cuerpo inerte dos barrenderos municipales un martes de madrugada -el trabajo sucio siempre es para los mismo y siempre antes de que salga el sol-, apretujado entre unas mantas desgastadas y medio rotas, en un céntrico portal. El Ayuntamiento se hizo cargo de su 'funeral', nadie acudió, a excepción del funcionario encargado de recoger sus cenizas y sellar el parte de defunción. Intenté en vano localizarle -al funcionario- y hacerme con sus volátiles restos; llevarlos a Orense y esparcirlos al viento, qué menos podía hacer por él, ahora que... ahora que ya nada tenía remedio.

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