EL HACEDOR DE PÁGINAS
Aporreaba las teclas de su máquina de
escribir, como un consumado pianista debe de presionar con decisión y destreza
el marfil de un Bosendorfer de hace más de medio siglo, o uno de los primeros
Steinway estadounidenses.
Por aquel entonces escribir era todo un
arte, no un simple negocio con el único objetivo de hacer caja a costa de un
puñado de idiotas con pretensiones intelectuales; qué fácil resulta aparentar
genio cuando uno se pasea con un montón de páginas impresas bajo el brazo,
encuadernadas con una foto retocada de su cara a todo color: así todo sabe
mejor. Pero ese no era su caso, aún no era el tiempo de los 'realities', ni del
papel cuché de la prensa rosa; los días de tertulianos sin formación ni
inquietud alguna estaban a la vuelta de la esquina, pero todavía parecían tan
lejanos que uno podía sentirse a salvo. Jacobus escribía por necesidad, por
amor, con decisión; cada palabra era una sutil caricia lanzada a un destino muy
concreto, cada coma, cada punto, un mensaje en una botella llena de alguna
clase de dulce licor. Por encima de todo, Jacobus creía en el poder de perfecta
sucesión de términos, vocablos, locuciones, voces y verbos; podías contar con
la victoria en cualquier guerra si sabías conjugarlos de la forma adecuada. Así
que Jacobus escribía incesantemente, con el mimo y el detalle que sólo un
artesano sabe poner a su trabajo, elevándolo a la categoría de arte. Cada frase,
una magna obra que se justificaba a sí misma; cada página, un museo dedicado al
mayor invento del hombre social: el lenguaje.
Aporreaba las teclas de su máquina de
escribir mientras, a su alrededor, un millar de aprendices de dios y varios
profetas tomaban minuciosa nota de todo lo que sus resecos ojos veían. No había
tiempo para perder ni una sola palabra; la Historia contaba con ellos.
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