lunes, 19 de octubre de 2015

EL HACEDOR DE PÁGINAS
     Aporreaba las teclas de su máquina de escribir, como un consumado pianista debe de presionar con decisión y destreza el marfil de un Bosendorfer de hace más de medio siglo, o uno de los primeros Steinway estadounidenses.
     Por aquel entonces escribir era todo un arte, no un simple negocio con el único objetivo de hacer caja a costa de un puñado de idiotas con pretensiones intelectuales; qué fácil resulta aparentar genio cuando uno se pasea con un montón de páginas impresas bajo el brazo, encuadernadas con una foto retocada de su cara a todo color: así todo sabe mejor. Pero ese no era su caso, aún no era el tiempo de los 'realities', ni del papel cuché de la prensa rosa; los días de tertulianos sin formación ni inquietud alguna estaban a la vuelta de la esquina, pero todavía parecían tan lejanos que uno podía sentirse a salvo. Jacobus escribía por necesidad, por amor, con decisión; cada palabra era una sutil caricia lanzada a un destino muy concreto, cada coma, cada punto, un mensaje en una botella llena de alguna clase de dulce licor. Por encima de todo, Jacobus creía en el poder de perfecta sucesión de términos, vocablos, locuciones, voces y verbos; podías contar con la victoria en cualquier guerra si sabías conjugarlos de la forma adecuada. Así que Jacobus escribía incesantemente, con el mimo y el detalle que sólo un artesano sabe poner a su trabajo, elevándolo a la categoría de arte. Cada frase, una magna obra que se justificaba a sí misma; cada página, un museo dedicado al mayor invento del hombre social: el lenguaje.
     Aporreaba las teclas de su máquina de escribir mientras, a su alrededor, un millar de aprendices de dios y varios profetas tomaban minuciosa nota de todo lo que sus resecos ojos veían. No había tiempo para perder ni una sola palabra; la Historia contaba con ellos.

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