EL CUADERNO
A veces uno necesita volver al cuaderno, a
la palabra escrita a media luz, al hogar. Todas las líneas, todos los párrafos,
toda la tinta derramada sobre el papel parece, siempre, necesaria y vital; tal
vez lo sea, siempre, pero... al final uno termina por olvidar el ochenta y pico
por ciento de las cosas que ha escrito, como olvida el noventa y tantos por
ciento de aquello que ha pensado. Sólo quedan, de cuando en cuando, sensaciones
que reflejan lo que un día fue sentimiento: disfruté tanto con este poema, me
gustó escribir tal o cual relato, me siento tan unido al protagonista de esta
novela, he llorado repasando estas notas... y así.
El cuaderno se queda ahí, en un estante,
guardando todo eso dentro de él, de una forma tan convencional y humana como la
vida misma; algún día morirá. El cuaderno no se archiva en una base de datos en
el espacio virtual ni en el Pentágono; el cuaderno perecerá víctima de un fuego
fortuito, una inundación doméstica o el simple paso del tiempo que terminará
devolviéndole blancura a sus hojas. Quizá sirva de entretenimiento a uno de mis
nietos mientras juega con lápices de colores. Y yo qué sé.
Por eso el cuaderno es necesario; porque,
como yo mismo, es inmediato y efímero, un precioso espejo al que asomarse una y
otra vez.
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