Ahí vienen las viejas canciones, encerradas
en discos añejos; ahí vienen los recuerdos.
De vez en cuando, al llegar la noche del
viernes, decido encerrarme en mi casa, desconectar el teléfono, aislarme del
mundo y de casi toda humanidad conocida, ignoro el televisor y la comodidad del
sofá. Me siento en una silla de oficina, frente a una estantería en que se
amontonan tantos discos como sueños, y espero a que uno de ellos me llame.
Primera nota y primer acorde de la primera
canción del primer disco de esta primera noche de todas las que me puedan
quedar... Mi corazón toma el control absoluto sobre los archivos históricos
personales de esa gran biblioteca que es mi memoria.
Las imágenes se suceden; algunas como
inmóviles instantáneas, otras como añejas películas en blanco y negro, y otras
pocas como hologramas llenos de color y calor, ruidos y silencios.
Entonces un segundo disco me grita desde la
estantería del recuerdo. Tengo más confianza con algunas de mis canciones que
con mi propia madre.
Y pienso, una vez más, pienso... Pienso en
ti, en mí, en toda la gente que pasó por aquí y en todos los que aún me visitan
de vez en cuando. Y sonrío; hoy sonrío, sobre todo, porque ayer soñaba con sonreír.
Ayer, sólo soñaba con sonreír.
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