viernes, 25 de diciembre de 2015

COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO
     Había escrito unos cuatrocientos poemas; tenía trece años cuando derramé sangre negra sobre el papel por vez primera, diez más cuando redacté el último de ellos. Y después, unos pocos meses; dos, tres... quizá.
     Serían las nueve de la noche, unos cuantos amigos se habían reunido en mi salón para beber cerveza -nada poético, pero sí muy artístico porque, ya se sabe, los caminos de la inspiración son inescrutables-; charlábamos acerca de cualquiera de las muchas estupideces que por aquel entonces ocupaban tanto tiempo en nuestras mentes; entre risas y humo de cigarrillos extra-largos cargados de tranquilidad. Yo pensaba seguir escribiendo poesía, no había tomado la decisión de renunciar a la rima de forma definitiva ni nada por el estilo. Llevaba unos minutos callado, abstraído, como en 'standbye', cuando me levanté como un resorte y me dirigí a la cocina. Un minuto más tarde regresé con un caldero metálico, un trozo de algodón y un bote de alcohol. Lo que sigue es obvio: prendí fuego al algodón empapado y lo arrojé al cubo. Mis invitados comenzaron a gritar y cantar con fervor. Yo volví a ausentarme unos segundos para después reaparecer en el salón con el, hasta entonces, total de mi producción poética. Todo al fuego, sin reparo, sin perdón. Mis amigos enmudecieron; me observaban con una cruel mezcla de miedo y estupor que a mi terminó por hacerme reír; así que la fiesta continuó.

     Han pasado más de diez años de todo esto. Algunas tardes de domingo, cuando las circunstancias incontrolables aunque cuestionables de la vida, me obligan a estar solo, me da por ver películas malas de los años noventa, beber cerveza de forma desesperada y rebuscar entre todos mis papeles, una vez más; por si hay suerte, pudiera ser que algo se salvase. Quién sabe. Lo hago como ritual que merece ser perpetuado en el tiempo, incluso más allá del día en que las causas de su origen sean olvidadas. Lo hago también, para combatir la soledad y la nostalgia del final del fin de semana -otro ciclo abrasado-; y por supuesto, lo hago para mantener viva la llama de la locura que aquel fuego, hace ya tanto tiempo, encendió en mi interior.

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