jueves, 4 de febrero de 2016

EXTRACTO DE UNA TRISTE VIDA
     Al fin había llegado el invierno y, como cada comienzo de temporada, acababa de incorporarse un nuevo aprendiz. Esta vez se trataba de un estudiante de empresariales, de derecho o algo así; un universitario, uno de esos listillos que sólo buscan una forma fácil de conseguir algo de efectivo para el fin de semana mientras se meten en la cabeza ingentes cantidades de información con la esperanza de que algún día les sirva algo. Nada que ver con los zafios muchachos que supuestamente, esperaban encontrar un trabajo con el que independizarse económicamente de sus padres y darse la buena vida. Normalmente estos últimos duraban más que los universitarios, aunque el motivo de su 'abandono' resultaba más cruel: una vez juzgaban haber aprendido lo suficiente, se independizaban también de su mentor y, de paso, intentaban levantarle algún cliente. Los estudiantes, en cambio, siempre eran más sinceros: tenían claro que aquello duraría lo que durasen sus estudios, vacaciones de verano a parte, y así se lo hacían saber a su maestro al entrar a formar parte de la plantilla.
     Por lo tanto, quedaban por delante dos años, puede que algo más si alguna asignatura se resistía, de media-jornadas laborales en turnos cambiantes a los que López, profesor de limpiacristales por más de treinta años, ajustaría toda su vida con el único fin de no causarle excesivas molestias al pobre joven aprendiz que, jamás lo dudaba, haría todo lo que estuviese en su mano por ser realmente eficiente y rentable.
     En el fondo, López se sabía un tanto imbécil; a menudo pensaba, no sin razón, que el más inepto de todos los operarios de limpieza es el encargado: vestido de faena y con los guantes por estrenar. Así que jamás se atrevía a 'ponerse en su puesto' y meter en cintura a cualquiera de aquellos muchachos irreverentes o estúpidos con los que se veía obligado a convivir durante cierto tiempo; en cambio, prefería agacharse, meter la mano en el cubo de fría agua enjabonada y enseñarles qué tenían que hacer.
     A López le fallaba -así lo sentía él- la coherencia; era como un bebedor que se atiza la primera copa de vino a media mañana al tiempo que sueña con un día, sólo un día entero, sin probar el alcohol. Al final terminaba pensando, no le quedaba más remedio, que jamás se podría quejar por su suerte; sólo los hombres que siguen empeñándose en vivir tienen derecho a respirar.

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