sábado, 6 de febrero de 2016

HOME SWEET HOME
     Acababa de coronar por primera vez el Monte Naranco, ese con el que he crecido al lado toda la vida, con sus árboles y sus casitas y sus vacas y ovejas y caballos y gatos locos y perros tranquilos, con sus praderas y sus monumentos prerrománicos, con sus miradores, sus asadores y sus flores, y muy especialmente, con su Cristo.
     Para el común de los corredores ovetenses esto es algo habitual, una tradición con la que uno cumple al menos un par de veces al año, quizá al mes; hay quien incluso lo hace todos los fines de semana. Para mí, en cambio, esto era un reto, todo un reto. Cuando comencé a correr, hace unos diez años, yo ya había alcanzado los veinticinco, edad a la que uno, se supone, está al máximo de su potencial físico; a partir de ese momento, por mucho que uno se esfuerce, sus capacidades van a menos: podemos mejorar, pero nunca sabremos de lo que habríamos sido capaces de haber empezado un poquito antes. El caso es que yo jamás he tenido aptitudes reales para la práctica de ningún deporte; siempre digo que, cuando corro, hay muchas posibilidades de que más de una de las personas que se cruzan conmigo piense que debería llamar al 112 y darles mi posición, por lo que pueda pasar. Si a esto le añadimos que hace cinco años aproximadamente, varios traumatólogos me exhortaron a que abandonase mi empeño en continuar corriendo, so pena de destrozarme definitivamente las rótulas y las caderas e instalarme para siempre en el reino de las lumbalgias, podemos entonces comprender por qué alcanzar el punto más elevado de este símbolo de mi ciudad era, más que una obligación, un objetivo.
     En fin, lo conseguí; atrás quedaban cinco años de empeño y dolor, algún que otro intento fallido y abortado por culpa de una vomitona madrugadora o un calambre fatídico. Llegué arriba, con mis piernas torpes y temblorosas, con mis pies quejicas y mi espalda retorcida. Y lloré, como un niño; lloré ante la imponente imagen de Jesucristo, de Dios hecho hombre para sufrir como nosotros y sudar y sangrar..., y allí estaba yo, un tío que no podía hacer lo que acababa de hacer. Y lloré.
     A la vuelta -porque todo lo que sube tiene que bajar- mis pies me mandaban mensajes todo el rato: pero qué has hecho tronco, estás loco, te vas a enterar el resto del día. Pero me daba igual, yo era incapaz de prestarles atención; todo lo que podía oír en mi cabeza era la melodía del 'Home sweet home' de Mötley Crüe. A mí nunca me han entusiasmado mucho estos cuatro californianos, la verdad, pero... he de reconocer que este tema tiene algo. Además, oírlo mientras regresas a casa después de... lograrlo..., sencillamente te deja sin palabras.

Sabes que soy un soñador
con el corazón de oro,
tengo que correr rápido hacia arriba
para no volver a casa cuesta abajo.
Que algunas cosas no fuesen bien
no quiere decir que siempre fueran mal,
simplemente quédate con esta canción y
nunca te sentirás sólo y abandonado.
Llévame en tu corazón,
siénteme en tus huesos,
tan solo una noche más
y llegaré al final
de esta larga y sinuosa carretera.
Estoy en camino,
estoy en camino;
hogar, dulce hogar.
Sabes que he visto
demasiados sueños románticos:
arriba las luces, la pantalla oscureciendo.
Mi corazón es un libro abierto
que todo el mundo puede leer;
a veces nada puede mantenerme quieto
Estoy en camino,
estoy en camino;
hogar, dulce hogar.
Esta noche, esta noche.
Estoy en camino,
estoy en camino;
hogar, dulce hogar.

(Home sweet home. traducción adaptada de Israel Lozano)

No hay comentarios:

Publicar un comentario