viernes, 19 de agosto de 2016

LA LIBERTAD
     Hacía tiempo que no escribía nada que mereciese la pena; de hecho, tenía la sensación de que realmente a aquella extraña operación de pensado, repensado, recortado y maniatado de ideas, que solía llevar a cabo últimamente, podía llamarla de cualquier forma, excepto escribir.
     Este descontento, malestar o desacuerdo con la propia obra, se debía principalmente al abusivo uso que, en los últimos tiempos, había hecho de la autocensura y algo que podríamos catalogar de 'porsiacasismo'. El miedo, atroz, a que algún pariente o conocido pudiese descubrir alguno de sus más recientes y oscuros secretos, le obligaban a tirar de historias trilladas, tópicos simplistas y frases hechas en cantidades ilógicas; ya no tenían lugar la sinceridad, el lenguaje directo, la acidez o mordacidad que le habían hecho merecedor de un nombre propio en el mundo de las letras.
     Nadie. Nada. Así se sentía: un contenedor vacío de nada bueno y lleno de desperdicios con los que poco, o nada, se puede hacer. Y, ¿de qué, para qué -se preguntaba constantemente- puede servir toda esta miseria lírica? Ten bien articulada, tan dulcemente servida y tan falsa, venenosa, innecesaria. Rompería todas y cada una de las páginas estúpida y torpemente manchadas, invertidas en hablar mucho para no decir nada: la espuma de los día cubriendo la realidad de mi vida, ocultando todo lo que realmente es, lo que merece la pena.
     Así las cosas, una inusualmente fresca tarde de verano, de esas de calles desiertas y ventanas cerradas, salió a pasear. Murmurando para sí, el ceño fruncido, maldiciones y juramentos, se fue alejando de las calles conocidas, de su zona de confort y los dominios cotidianos para terminar adentrándose en un barrio periférico de su ciudad del que apenas habría oído hablar un par de veces en toda su vida. Al principio la novedad no le impresionó: caminó durante algo más de una hora sin prestar atención al nuevo entorno hasta que, bocinazo por todo lo alto, un atropello frustrado lo sacó de su ensimismamiento. Al susto inicial siguió un rápido salto hacia atrás, un brusco movimiento que terminó con sus nalgas golpeando violentamente el suelo; la caída, a pesar de aparatosa y ridícula, resultó ser providencial: ante él, la clásica fachada cubierta de ladrillos rojos y ventanales escondidos tras enrejados barrotes negros de una librería de anticuario; uno de esos maravillosos lugares que, aún en los días más oscuros, conseguían levantarle el ánimo. Entró.
     El Universo resumido en varias montañas de papel ajado y amarillento. Maravillas de la mente nacidas de la simple observación de las maravillas de Dios.
     Después de un buen rato rebuscando entre mastodónticos volúmenes de más de doscientos años, cuadernos de cartoné llenos de fórmulas incomprensibles y ligeras novelas venidas de ultramar en tiempos de posguerra, encontró, medio escondida detrás de un rascacielos enciclopédico, una estantería llena de cuadernos, bolígrafos, plumas, pergaminos y demás material de escritura; de recreación, que hubiese dicho él, de ser el mismo que un día consiguió dejar boquiabiertos a los poco más de trescientos asistentes a la presentación de su primera novela, con sus comentarios humildes y grandilocuentes.
     No dudó: tan pronto como sus ojos se encontraron con aquella pequeña libreta de tapas nacaradas, algo arañadas, y goma negra, supo que había encontrado una nueva perfecta compañera. Aquí... aquí -pensó- podré volver a escribir, seré sincero; será como volver a empezar: otro cuaderno, otro nombre, otra vida. Nadie sabrá de ti, mi fiel amigo, y así, fingiendo no ser yo, podré volver a ser. Escribiré a oscuras, en la calle, antes de regresar a casa y a los otros cuadernos en los que pretendo ser escritor pese a que no escribo nada. Regresaré a ti cada jornada, un poquito antes de que el resto del mundo despierte y me engulla con sus demandas y veloces pretensiones. Seremos tú y yo: útil e intención; no habrá nadie, nada más. La más absoluta honestidad, la realidad más limpia; al fin, la libertad.

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