DE LA BUENA EDUCACIÓN
Nadie contesta al teléfono después de las
doce; territorio vedado, lo llaman. Me dicen que tengo que ser comprensivo, que
mi lógica es incomprensible y a esas horas sólo los borrachos y los degenerados
se acuerdan de sus asuntos pendientes. Yo les pregunto si acaso al resto de la
gente le falla la memoria después de cenar, mientras ven películas malas en sus
aparatos de televisión, o cuando pelean con el insomnio atrapados en sus
edredones nórdicos. Casi nadie se molesta en responderme, me toman por un caso
perdido; quien aún muestra algo de paciencia conmigo me explica que, con el
cambio de fecha en el calendario, la gente de bien suele hacer borrón y cuenta
nueva: las personas normales saben aparcar esas cosas. Descubro así que yo no
soy normal, ni gente de bien. Agradezco los servicios prestados, el
descubrimiento, y cuelgo. A los pocos minutos vuelvo a echarle mano al aparato
y marco de nuevo; qué diablos puedes querer ahora, me preguntan. Yo, muy circunspecto, respondo:
tan solo llamaba porque había olvidado pedir perdón.
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