HISTORIA DE UNA CARTA DE AMOR QUE NUCA
SERÁ ENVIADA
Todo comienza con nuestras miradas
encontrándose, nuestros ojos retándose, las pupilas desafiantes; después viene
el primer beso, ligero, sedoso, más hambriento que sediento.
En mi imaginación hemos hecho el amor cientos
de veces, tantas como días nos hemos visto desde aquel primer viernes hace ya
veinte años; puede que incluso alguna más.
Siempre es igual. Con la llegada del último
día de la semana laboral tú apareces con tus cajas, tus albaranes y tus partes
de entrega; yo siempre me siento con ganas de arreglarme con la mañana, 'hoy me
encuentro un poco coqueta' me digo frente al espejo, justo antes de girarme y
abrirte la puerta. Entonces te sonrío y tú, me respondes; yo me derrito.
Durante unos diez, quince minutos, charlamos; son tantas las cosas en las que
coincidimos, tantos nuestros encuentros, que parece imposible pensar que lo
nuestro podría no funcionar. Claro, todo esto lo digo desde la distancia
prudente, desde mi encantada estancia en el misterio.
Cuando llega la hora de despedirnos... ahí
es cuando, siempre, veo en tus ojos un desafío o una invitación, una suerte de
cómplice sonrisa que me confiesa que tú también lo estás deseando, que anhelas
el beso. Pero yo dudo, tú no te atreves; nos dejamos escapar. Otra semana más.
Mes tras mes, los años sucediéndose.
A veces me pregunto si algún día dejará de
ser así, si conseguiremos dar el salto y cruzar nuestros límites; aunque sólo
sea una vez, por un simple sentimiento deudor de nuestras íntimas necesidades.
Expectativas; ¿será ya demasiado tarde? Inevitablemente hay días en que pienso
que nuestras canas debieran liberarnos de una vez; otros creo que son ellas
mismas, junto con nuestras más profundas arrugas, las que nos frenan y retienen
a este lado de la barreta, tristemente asentados en la cómoda seguridad del
deseo.
Quizá algún día, quizá... tú y yo, nosotros
dos a este lado de la realidad, fundiéndonos desnudos en el dulce abrazo de los
sueños alcanzados.
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