lunes, 17 de septiembre de 2012


Acababa de servirse un whisky solo con algo de hielo picado –el cuarto de una noche que había comenzado hacía algo menos de dos horas-, cuando Nicholas Walden, un nombre más en una fiesta llena de tipos como él, escritores que llevaban ya demasiado tiempo siendo la ‘última promesa’ de las letras nacionales, sintió un repentino golpe en el pecho. No se trataba –esto lo tenía claro el propio Nick, que había leído ampliamente sobre el tema después de perder a su abuelo paterno, a un tío abuelo y a su propio padre, por culpa de complicaciones cardiacas- de un infarto; no, más bien fue algo como un golpe seco, no agudo y prolongado, que instantáneamente le dejó inconsciente, en el suelo, al lado del vaso que segundos antes sostenía con su mano derecha.
Lo primero que notó fue que su cuerpo ya no le pertenecía. No me refiero a la típica –y tan tópica- sensación de que tu alma abandona tu cuerpo; de hecho tardó un rato en ver, desde cierta altura, como su cuerpo yacía mientras nadie parecía percatarse del hecho de que acababa de morir –eso creyó él-, o estaba a punto de hacerlo, allí mismo, en la enésima entrega de un premio que ni él ni la inmensa mayoría de los asistentes jamás recibirían.
Como decía, Nicholas se percató de que algo iba mal cuando, después de sentir la fortísima sacudida en su pecho, se sintió incapaz de moverse, paralizado, y de pie. Tardó un rato en percatarse de que realmente su cuerpo se había dejado caer, dejándole a él, o lo que quiera que fuese aquello que de él se había quedado –su mente, su espíritu-, allí plantado, sin brazos ni piernas que mover, sin ojos con los que mirar ni oídos con los que escuchar; eso sí, era capaz tanto de ver como de oír, y no tardó demasiado en caer en la cuenta de que también lo era de moverse.
Durante unos cuarenta minutos se paseó entre sus compañeros de profesión. Algunos discutían acerca de cual era, según ellos, la más genial creación de la literatura universal de todos los tiempos; uno sostenía que ‘¿Por quién doblan las campanas?’, aunque no parecía creérselo demasiado pues, al cabo de un rato, un colega terminó por convencerle de que la única duda posible estaba entre las dos grandes obras de Dostoyevski, ‘Crimen y castigo’ o ‘Los hermanos Karamazov’. Otros dos estaban de acuerdo en que Kafka había superado con creces tanto al ilustre ruso como al loco de Hemingway. Finalmente un jovenzuelo que parecía resultarle desconocido a todos los presentes, defendía que cualquier novela de Auster estaba a la altura de los anteriormente citados; “además –y mientras decía esto no podía evitar sonreírse-, jamás se ha sabido de hombre que alcance la gloria pensando que ésta ya está sobradamente copada y que no acepta a nadie más”.
Walden, siguió paseando –en honor a la verdad, su forma de desplazarse se asemejaba más a la levitación- entre engreídos y presuntuosos novelistas incapaces de reconocer que lo mejor que habían conseguido en sus carreras, algunas realmente prolíficas y exitosas, fueron un par de versiones o re-visiones, de clásicos atemporales cuyo único delito por el que prohibirles triunfar en pleno siglo veintiuno, había sido el de sobrestimar las capacidades comprensivas y léxicas del hombre del futuro. Se moviese en la dirección que se moviese, una única voz parecía alzarse sobre el resto; más clara, más simple y más honesta, llegando a enmudecer a cualquiera de las otras que, a sus oídos, se figuraban absolutamente prescindibles e innecesarias –incluso contraproducentes-.
Al cabo de poco más de media hora Nicholas Walden, eterno escritor de saldo, de bolsillo, de fondo de estantería, volvió en sí. Así, como quien no ha sufrido desvanecimiento alguno, se incorporó del frío suelo donde su cuerpo había disfrutado de un largo descanso, se sirvió una nueva copa, miró a su alrededor y se encaminó directamente hacia el joven que había llamado su atención durante su ‘paseo astral’.
-Muy buenas noches, joven; permítame que me presente. Mi nombre es Nicholas, Nick Walden.
-Buenas noches caballero; Jacob Martín.
-Un placer y…; permítame que me declare, desde este preciso instante, su más rendido admirador.

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